Una nube de polvo causada por el ataque aéreo estadounidense cruza la frontera desde Kobani y hace borrosa nuestra vista desde la cumbre de la colina turca que nos sirve de mirador. La mayoría de las personas que observan, si no todas –kurdos en su totalidad, al parecer tanto de Siria como de Turquía–, coinciden en que los daños causados a la ciudad por los ataques aéreos son un precio que vale la pena pagar. Muchas creen que la defensa de la ciudad, liderada por combatientes kurdos sirios, se habría venido abajo sin ellos.
“Es posible que mi casa sea destruida, pero si así se obliga a retirarse a Daesh” –nombre que suele recibir en la zona el grupo armado autodenominado Estado Islámico–, “entonces estoy contento”, dice uno de los espectadores.
Los combatientes de las Unidades de Protección Popular (YPG) del Partido de Unión Democrática (PYD) lideran la defensa de la ciudad contra el grupo armado hacia el que los kurdos siente una aversión generalizada.
Los residentes de las decenas de poblaciones de los alrededores de Kobani, y de la propia ciudad después, huyeron en vísperas del rápido avance del Estado Islámico, plenamente conscientes de las atrocidades cometidas por el grupo contra los kurdos iraquíes en Sinjar y otros lugares. Unos 200.000 huyeron a Turquía, dos tercios de ellos en sólo cuatro días en septiembre de este año.
Un pequeño número de civiles se quedó en las poblaciones, algunos porque su condición física les impedía marcharse, y otros porque no querían. Se ha perdido el contacto con ellos. Nos dan los nombres de algunas personas a las que se cree muertas, mientras que otros interlocutores dicen que sus familiares o amigos fueron hechos prisioneros por el Estado Islámico.
Cuando visitamos uno de los campos de refugiados establecidos en fechas recientes cerca de la ciudad de Suruç, en Turquía, una mujer kurda de Siria dice que su suegro y el hijo de éste decidieron quedarse en la localidad de Tel Hajeb “porque es su hogar”. No se tienen noticias de ellos desde hace un mes.
En la cima de la colina, un joven alto dice que la víspera fue a observar su localidad, Zorava, situada 8 kilómetros al oeste de Kobani, desde una distancia segura en el lado turco de la frontera. En Zorava, de donde tanto él como el resto de habitantes habían huido, pudo divisar cómo hombres armados a quienes supuso combatientes del Estado Islámico lavaban ropa y la tendían para que se secara.
Unas 2.000 personas se han encontrado varadas en tierra de nadie entre Siria y Turquía. Conocimos a una decena de hombres varados en una franja de 25 por 100 metros entre las vallas de la frontera al este de Kobani (entre la localidad de Alanyurt, en Turquía, y la localidad siria de Kikan), no visibles desde la colina.
“Somos 200 aquí. Tenemos la ropa que vestimos, nuestros vehículos, en los que dormimos, y nuestras ovejas, que se están muriendo”, dice un hombre de edad.
Todos dicen que les obligaron a dejar sus vehículos en la frontera. Cuando verifico esta información con un guardia de fronteras de Turquía que está en las inmediaciones, se encoge de hombros. “Esas son nuestras órdenes”, dice.
Mirando un poco al noroeste de Kobani, en el lado turco, cientos de vehículos brillan al sol de la tarde. Las autoridades turcas se han incautado de ellos y decenas de sus propietarios y otros conductores deambulan a su alrededor, vigilándolos a través de una valla de seguridad. Varios nos piden que digamos a las autoridades turcas que liberen sus vehículos.
“Que nos dejen registrarlos, llevárnoslos o venderlos y marcharnos de este lugar. Aquí nos sentimos prisioneros”, dice uno.
El grupo más numeroso de los que se encuentran en tierra de nadie se halla detrás del recinto de los vehículos. Hasta 2.000 sirios desplazados sobreviven en terribles condiciones.
Pasamos dos puestos de control del ejército turco para llegar hasta ellos, pero no el tercero y último. Mientras esperábamos la luz verde que no llegó, hablamos con varios sirios a quienes han permitido salir en busca de alimentos y medicinas.
“He ido a buscar naranjas y pan para mi familia”, dice un hombre pequeño y cansado que lleva dos bolsas de plástico con alimentos. “Pero los soldados me han tenido esperando aquí durante cinco horas.”
Otro nos dice: “No hay agua, ni pan, ni médicos. Dormimos dentro de los coches o debajo, y nos escondemos detrás de ellos cuando los combates o los bombardeos suenan cerca”.
Un tercero dice que la policía turca le propinó una paliza a él y a otros dos hombres tras acusarlos de ser miembros de las YPG, algo que nuestro interlocutor niega. Reconocemos a varios hombres que visten el uniforme de la Media Luna Roja Siria, que nos dicen que acaban de concluir la distribución diaria de 1.000 panes y un poco de harina entre las personas que están en tierra de nadie.
“Uno de los grandes temores son las minas terrestres. Aquí han perdido la vida 4 personas, y 17 han resultado heridas”, nos informan.
De nuevo en la colina, los hombres –y aquí sólo hay hombres– comentan lo que se ve y lo que se oye de los combates que se desarrollan delante de nosotros. “Kalashnikov”, “Doshka” –una ametralladora pesada, “morteros de Daesh contra posiciones de las YPG”, “combates callejeros”, “Incendios de edificios por Daesh para ocultarse bajo el humo”. A veces señalan hacia arriba, al destello de los aviones estadounidenses que vuelan describiendo círculos.
Cuando el sol vuelve a caer sobre el horizonte, nos trasladamos hacia el norte desde la colina mientras continúan los enfrentamientos en la ciudad y cientos de civiles se preparan para pasar otra dura noche en tierra de nadie.