Erika Guevara-Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional @ErikaGuevaraR
El Hospital de Niños J. M. de los Ríos en Caracas, que en otro tiempo fue motivo de orgullo como modelo de asistencia pediátrica en Venezuela, hoy es un trágico símbolo de la crisis que está arrasando este país de América del Sur.
La mitad del gigantesco edificio se está derrumbando, las paredes se tambalean, los suelos se inundan y las habitaciones están tan deterioradas que ya no se utilizan.
En la mitad que continúa en funcionamiento, cientos de niños reciben tratamiento. Pero escasean tanto los medicamentos como las provisiones médicas básicas, y las madres de los niños ya han renunciado a pedirlos.
Lo que hacen es ir de farmacia en farmacia tratando de conseguir pañales y medicamentos vitales, cuyo suministro está sometido a un racionamiento muy estricto por las autoridades.
“Los compartiremos”, afirma Aynelis mientras sostiene un pequeño frasco del medicamento que impide que su hija Arianyenis sufra terribles ataques. Los diez frascos que contiene la caja que ha traído un voluntario no bastan para cubrir las necesidades de los cuatro niños que comparten esta diminuta habitación del hospital.
Arianyenis, que tiene cuatro años de edad pero aparenta tener mucho menos, duerme en una cama en un rincón. Su madre tuvo que traerlo todo, desde sábanas hasta pañales y papel higiénico, ya que lo único que puede ofrecer el hospital es personal médico; nada más. La habitación está abarrotada y no dispone de aire acondicionado, pero una colección de ositos de peluche distrae a la pequeña del calor y la humedad de Caracas.
Aynelis está acostumbrada a abrirse camino entre problemas. El frasco de medicamento que ha conseguido resuelve uno de ellos. El siguiente problema es conseguir tizanidina, un medicamento que ayuda a combatir la rigidez de las piernas de su hija.
La escasez de suministros médicos es sólo un aspecto de la profunda crisis humanitaria que devora Venezuela desde hace tres años.
La tragedia podría haberse evitado. El país suramericano disfrutó durante años de la prosperidad que conllevaba tener una de las mayores reservas de petróleo del mundo.
Pero la súbita caída del precio del petróleo puso al descubierto una realidad escalofriante: el gobierno venezolano había olvidado invertir en infraestructura. Un país que antes importaba de todo, desde alimentos hasta medicamentos, ahora no tenía para comprar antibióticos.
Las consecuencias han sido catastróficas. Según la empresa encuestadora venezolana Datanalisis, el país carece del 80% de los alimentos y medicamentos que necesita.
En el primer hospital pediátrico de Caracas, igual que en otros hospitales generales del país, es muy difícil encontrar productos básicos como antibióticos, catéteres y sueros. Los quirófanos y las zonas de cuidados intensivos carecen de aire acondicionado, por lo que los pacientes están más expuestos a contraer infecciones.
El único aparato de rayos X del hospital trabaja de manera intermitente pero no puede imprimir los resultados. Para hacer sus diagnósticos, los médicos deben basarse en imágenes borrosas de las pruebas que han fotografiado los pacientes con sus teléfonos móviles.
El personal hospitalario es de una profesionalidad increíble, y a menudo se le pide que haga milagros en las circunstancias más adversas. Pero hasta este valioso recurso empieza a escasear. Muchos médicos abandonan de golpe la profesión debido al estrés o a que su salario no les alcanza para sostener a sus familias. La mayoría gana un promedio de 30 dólares estadounidenses al mes.
Debido a la escasez de personal y suministros, las visitas periódicas al hospital que deben realizar personas con VIH u otra condición ahora son una perspectiva funesta.
Venezuela presenta, además, una de las tasas de homicidios más altas de mundo. Los médicos, ante tal escasez, tienen que improvisar para salvar vidas, como si trabajaran en una zona de guerra. Los hospitales privados tienen las mismas dificultades para conseguir medicamentos y provisiones esenciales.
El personal directivo de la Maternidad Concepción Palacios, la mayor de Venezuela, nos contó que, en el primer trimestre de 2016 murieron 101 recién nacidos, el doble que en el mismo periodo de 2015. En el mismo hospital habían muerto unas 100 parturientas en lo que iba de 2016.
La ausencia de datos estadísticos oficiales sobre muertes en hospitales muestra que el gobierno del presidente Nicolás Maduro está rechazando la ayuda internacional mientras que culpa a sus enemigos de esta terrorífica realidad doméstica.
Sólo existe una solución clara para esta crisis. El gobierno debe deponer su testaruda actitud y pedir ayuda al mundo.
El presidente Maduro, la oposición, los dueños de las empresas, sindicatos y asociaciones profesionales, y la comunidad internacional deben entablar con urgencia un diálogo sustancial. Deben identificar y aplicar mecanismos innovadores, efectivos y no discriminatorios para hacer llegar una ayuda humanitaria esencial a los millones de personas cuyas vidas dependen de ella. Todos los actores políticos deben dejar en segundo plano sus intereses particulares y pensar en las personas a las que tienen la obligación de servir.
De no hacerlo así, estarán condenando a millones de personas a un final lento y doloroso. Se ha acabado el tiempo para la política mezquina