EN POCAS PALABRAS
• Burundi necesita un diálogo genuino, una rendición de cuentas real y una buena vecindad que le apoye en su camino. Para evitar que estos abusos se repitan una y otra vez, debe ponerse fin a la impunidad que ha asolado al país durante décadas.
No fue difícil encontrar el lugar de Cibitoke donde, esa misma mañana, la policía había matado a tiros a cinco jóvenes. Decenas, quizás cientos, de sus vecinos la abarrotaban.
Cuando retiraron la manta para mostrarnos los cadáveres ensangrentados, los niños avanzaron para verlos más de cerca.
En este vecindario de la oposición de la capital de Burundi, Bujumbura, encontrar cadáveres en las calles se había convertido en un hecho habitual tras el intento de golpe de Estado contra el presidente Pierre Nkurunziza, en mayo de 2015.
A finales del año pasado, la crisis política del país había dado un giro violento. En abril, las autoridades reprimieron brutalmente las protestas en las calles contra la decisión del presidente de presentarse a un tercer mandato.
Personas sospechosas de ser oponentes fueron sometidas a formas de tortura obscenas, y la policía, de manera sistemática, llevó a cabo operaciones de registro en barrios de la oposición como el que visitamos.
Los jóvenes asesinados el 9 de diciembre de 2015 intentaban ganarse la vida en la ciudad.
El portavoz de la policía afirmó que eran responsables de un ataque con granada contra la policía y que les habían encontrado armas.
Los testigos dijeron que la policía se había llevado a los cinco jóvenes de sus casas y había disparado contra ellos a corta distancia. Al menos uno parecía haber recibido los disparos en la cabeza desde arriba.
El primero en perder la vida fue Arsène Ndayizeye, padre de tres hijos, que acabada de volver de un turno de noche en el trabajo. Su esposa esperaba su cuarto hijo. Los otros jóvenes —Adrien Miburo, Epitace Ningabire, Benjamin Tuyisabe y Abdoul Karim— eran conductores de mototaxi que vivían de alquiler untos una casa.
Si bien las violaciones de derechos humanos en Bujumbura habían ido en aumento durante varios meses, los homicidios de ese día fueron un precedente escalofriante de que lo peor estaba por venir.
Dos días después, el 11 de diciembre, el ruido de explosiones y disparos despertó a los residentes en la capital antes del amanecer del día más violento desde el golpe de Estado fallido de mayo de 2015.
Hombres armados desconocidos atacaron cuatro instalaciones militares situadas en la ciudad y en las afueras, antes de que las fuerzas de seguridad los obligaran a retroceder y los persiguieran por algunos barrios de la oposición.
En pocas horas, el gobierno declaró que los ataques habían fracasado. Pero, para entonces, sus fuerzas de seguridad ya habían comenzado una operación de acordonamiento y registro en Nyakabiga y Musaga, dos barrios considerados feudos de la oposición.
Atrapados en nuestro hotel, no podíamos hacer nada para ayudar a nuestros colegas y amigos que estuvieron encerrados todo el día en sus casas, escuchando aterrorizados cómo las fuerzas de seguridad iban de casa en casa, matando, golpeando y saqueando.
Ese día, decenas de personas perdieron la vida en operaciones de seguridad. Los hombres atacados en sus casas o los sacaron fuera y dispararon contra ellos a corta distancia. Al día siguiente, cuando visitamos Nyakabiga poco después de que retiraran los cadáveres, vimos charcos de sangre donde varias personas, incluido un adolescente, habían sido perdido la vida.
Más tarde, la madre de otro chico adolescente, esta vez de Musaga, nos contó cómo había muerto su hijo: “Estaba aterrorizado por el intenso tiroteo enfrente de la casa y corrió fuera por la puerta trasera para ir a esconderse en el baño.
No había dado siquiera dos pasos cuando recibió disparos en la cabeza, el brazo izquierdo y el costado. Murió en el acto”.
En una burda parodia de justicia, la investigación de las denuncias de ejecuciones extrajudiciales por parte del gobierno concluyó que todas las personas que resultaron muertas en los barrios de la oposición ese día habían tomado parte en la lucha, a excepción de un hombre “con discapacidad mental” que, según el informe, se había visto atrapado en el fuego cruzado.
Si avanzamos rápidamente un año hasta el presente la situación en Burundi parece mucho más tranquila, pero un miedo profundo persiste próximo.
Mientras los agravios que hicieron estallar la crisis siguen sin resolverse, los esfuerzos de mediación liderados por la Comunidad de África Oriental se vieron bloqueados el 9 de diciembre cuando, al final de su visita al país, el expresidente tanzano Benjamin Mkapa, facilitador del diálogo, dijo a los periodistas que quienes pensaban que él era el que daba legitimidad a la presidencia de Nkurunziza “habían perdido el juicio por completo”, y que esa cuestión ya se había resuelto. Sus comentarios enfurecieron a la oposición y a la sociedad civil, que pidieron su dimisión.
Mientras tanto, el gobierno consolida su control absoluto del poder infundiendo miedo a la población mediante el uso de los medios más represivos: ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, detenciones ilegítimas, tortura y otros malos tratos. Tan solo este año, casi 100.000 personas refugiadas han abandonado el país.
Esencialmente, esta crisis es política y debe resolverse mediante un diálogo que garantice justicia por todas las violaciones y abusos contra los derechos humanos pasados y actuales.
Burundi necesita un diálogo genuino, una rendición de cuentas real y una buena vecindad que le apoye en su camino. Para evitar que estos abusos se repitan una y otra vez, debe ponerse fin a la impunidad que ha asolado al país durante décadas.
Rachel Nicholson es investigadora de Amnistía Internacional sobre Burundi y Ruanda.