A juzgar por los titulares de determinados medios internacionales, cabría pensar que en México todo marcha bien. Su presidente, Enrique Peña Nieto, ha declarado que el país se encuentra en la senda de la transformación y la modernización.
En febrero de este año, el presidente apareció en la portada de la revista TIME con el siguiente titular: «Salvando México». El gobierno ha desempeñado una importante función como promotor del diálogo entre naciones en materia de derechos humanos, además de haber sido durante los dos últimos años uno de los grandes valedores del Tratado Internacional sobre el Comercio de Armas. Y un economista ha señalado al de México como uno de los mercados que no hay que perder de vista, además de incluirlo en el selecto y prometedor grupo de lo que se conoce como economías “MINT” (México, Indonesia, Nigeria y Turquía).
En resumen, México aspira intensamente a desempeñar un papel de liderazgo en el MINT y el G20.
Sin embargo, según concluye el último informe de Amnistía Internacional, los logros que México ha alcanzado internacionalmente no parecen tener reflejo en sus políticas y prácticas internas. Los abusos que se cometen contra los derechos humanos son generalizados y la violencia sigue asolando el país.
En nuestro informe se revela que, asombrosamente, las denuncias por prácticas de tortura y malos tratos cometidas en México por la policía y el ejército se han multiplicado por seis a lo largo del último decenio —desde que se declaró la guerra a las drogas— hasta alcanzar las 1.500 el año pasado.
Entre esas prácticas de tortura figuran la aplicación de descargas eléctricas, violaciones y simulacros de ejecución, lo que hace del informe un duro ejercicio de lectura.
La conclusión a la que he llegado, tras las conversaciones mantenidas con personas que han sobrevivido a la tortura en México, es que todas las autoridades mexicanas —desde el último policía local hasta el propio presidente— tienen que leer cada una de las páginas del informe.
Así lo ve una de esas personas que sobrevivieron: «La tortura está fuera de control en México, y eso no sólo afecta a la persona que la sufre, sino a la sociedad en su conjunto».
Cuando el pasado febrero me entrevisté con el presidente Peña Nieto en Ciudad de México, me dijo que estaba firmemente convencido de la necesidad de proteger y respetar los derechos humanos. Ha llegado la hora de que demuestre su compromiso; esperar un solo día más sería una espera demasiado larga. México ha firmado multitud de tratados y protocolos internacionales y regionales. Pero el presidente ni ha reconocido públicamente el problema de la tortura ni se ha puesto en marcha para combatirlo en serio.
El fracaso de los organismos oficiales encargados del seguimiento e investigación del problema es deplorable. Fiscales y jueces con frecuencia desestiman o minimizan sin motivo las denuncias de tortura.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió recomendaciones públicas en menos del uno por ciento de los casos de víctimas de violación de los derechos humanos, entre ellas las que fueron torturadas, y la mayoría de las denuncias se guardan bajo llave, fuera del alcance de todo escrutinio público, incluido el de las propias víctimas.
Todo ello fomenta una sensación de impunidad entre los perpetradores de torturas, que rara vez, o nunca, son juzgados por sus actos. En aplicación de la legislación federal solo se tiene constancia de siete condenas por tortura, y el problema es incluso más grave en el nivel estatal.
Resulta aterrador que solo una de cada veinte personas que presentan denuncias por torturas u otros malos tratos ante la CNDH sean examinadas por médicos forenses como parte de una investigación criminal a cargo de la Procuraduría General de la República.
Y las investigaciones que se llevan a cabo con frecuencia distan mucho de cumplir las normas internacionales que establece el Protocolo de Estambul. Los resultados se declaran con frecuencia como negativos de forma injustificada y estas conclusiones deficientes cierran la puerta a la justicia para las víctimas.
Tampoco es frecuente que se haga justicia en el reducido número de casos de víctimas reconocidas por la CNDH.
A una de las mujeres con las que nos entrevistamos, violada por militares, le ofrecieron reparaciones, entre las que figuraban sesiones de terapia a cargo de psicólogos militares en una base militar. El ejemplo es atroz.
La función que la policía y el ejército cumplen en este contexto es fundamental. La tortura desempeña un papel central en las actuaciones policiales y las operaciones de seguridad pública. A menudo se usa para extraer «confesiones» o para implicar a otras personas en delitos graves.
Las salvaguardias contra la detención arbitraria y para garantizar el acceso a defensa legal se incumplen de forma habitual, mientras fiscales y jueces miran para otro lado. Esto se traduce en juicios injustos y condenas dudosas, al tiempo que muchos de los verdaderos perpetradores de crímenes graves no son puestos nunca a disposición judicial.
En Ciudad de México también me entrevisté con Claudia Medina, a quien detuvieron de forma arbitraria, golpearon y aplicaron descargas eléctricas en la base naval de Veracruz. La obligaron a firmar una declaración que no había leído.
Posteriormente, informe médicos confirmaron sus denuncias de tortura y Claudia sigue valientemente luchando por que se haga justicia. Hasta la fecha no se ha hecho rendir cuentas a nadie por lo ocurrido, y los fiscales prosiguen la infundada causa en su contra a partir de su detención arbitraria y de las declaraciones que le extrajeron bajo tortura.
Este no puede ni debe ser el México que el presidente Peña Nieto desea. Ningún país puede tolerar tal magnitud de violaciones.
Cuando me entrevisté con el presidente a principios de año, le subrayé la importancia de hacer frente al clima de impunidad. Él se manifestó receptivo a los mensajes de Amnistía Internacional. Sin embargo, en el fondo no ha cambiado nada.
Ahora, el presidente tiene que actuar con rapidez y decisión, y hacer que se cumplan las recomendaciones que le han hecho llegar Amnistía Internacional y otras entidades, entre ellas la propia sociedad civil local.
Para empezar, debe comprometerse públicamente a abordar la cuestión de la tortura, que en México, ciertamente, está fuera de control.
El país necesita una reforma a fondo de su sistema de registro e investigación de denuncias de tortura y otros malos tratos, y tiene que acabar con la práctica de la detención arbitraria.
Se trata de objetivos claramente alcanzables, siempre que el presidente esté dispuesto a hacer de ellos una prioridad política.
No es demasiado tarde para que consiga que a Claudia, y a otras miles de personas como ella, se les haga justicia. Es esencial para el futuro de México.