De Carolina Jiménez, Americas Deputy Director for Research at Amnesty International,
Un estudiante con matrícula de honor rechazado por la escuela, un prometedor jugador de béisbol que no puede hacer carrera y alcanzar el éxito, una mujer gravemente enferma que no puede acudir al médico, un activista de derechos humanos prácticamente encarcelado en su propio país.
A todos ellos les une carecer de algo: de un trozo de papel con sus datos de identificación.
Y tal vez parezca sólo una tarjetita de colores, pero marca la diferencia entre la pobreza y la marginación y un trabajo seguro, acceso a centros médicos, una plaza en la escuela y una oportunidad en la vida. Esta tarjeta ha hecho saltar el país en añicos, y amenaza ahora con convertir casi en “fantasmas” a decenas de miles de personas, que se ven privadas de patria.
Durante los últimos años, las autoridades de la República Dominicana han convertido este papel en un bien extremadamente preciado para miles de personas, hijas o descendientes de extranjeros, y han convertido en apátridas a cuatro generaciones de hombres, mujeres y niños.
El tortuoso devenir de los hechos ha sido el siguiente: durante años, las constituciones de la República Dominicana han concedido la nacionalidad a todas las personas nacidas en el país, con muy pocas excepciones. Sin embargo, en 2013 el Tribunal Constitucional dominicano falló que los hijos o descendientes de extranjeros indocumentados nacidos a partir de 1929, no tienen automáticamente derecho a la nacionalidad y, por tanto, tampoco a un certificado de nacimiento. Sin dicho documento, no tienen acceso a los derechos humanos más básicos, y se convierten en ciudadanos y ciudadanas de segunda.
Ése es el resultado de la dificultosa historia de dos países que comparten una pequeña isla en el Caribe. Desde la década de 1920, han ido llegando a República Dominicana trabajadores migrantes haitianos, en su mayoría varones, para trabajar como temporeros en el sector de la caña de azúcar. Entre 1952 y 1986, los gobiernos de Haití y República Dominicana firmaron acuerdos bilaterales que permitieron la contratación de trabajadores haitianos como corteros durante la cosecha de la caña de azúcar.
A lo largo de ese periodo, la mayoría de los migrantes haitianos fueron confinados en asentamientos que se encontraban dentro de las plantaciones. Sin embargo, desde mediados de la década de 1980, el descenso de la demanda de azúcar, debido a la caída en picado de los precios internacionales, y el desarrollo del sector turístico dominicano, impulsaron a numerosos trabajadores migrantes haitianos a buscar oportunidades fuera de las plantaciones.
Pronto, un potente sentimiento de discriminación y rechazo a la inmigración se adueñó del discurso político, y dio lugar a llamamientos en favor de limitar el número de migrantes haitianos y de restringir el acceso de sus descendientes a la nacionalidad dominicana.
A lo largo de los años, diversos gobiernos abrazaron este discurso y adoptaron medidas, cada vez más inflexibles, contra la población dominicana de ascendencia haitiana.
La sentencia dictada en 2013 por el Tribunal Constitucional fue la punta del iceberg, que convirtió por ley en apátridas a decenas de miles de personas, en muchos casos de sucesivas generaciones, nacidas y criadas en República Dominicana.
De repente, miles de personas quedaron expuestas a “ser devueltas” a Haití, pese a que la mayoría de ellas no habían estado nunca en ese país, ni tenían familia en él, y ni siquiera hablaban la lengua.
Desde entonces, y debido en parte a la indignación pública ante tan desmesuradas medidas, las autoridades han intentado mitigar algunos de los graves efectos de la sentencia.
Gracias a ese esfuerzo, una parte de la población afectada ha podido acceder de nuevo a la nacionalidad y, con ella, a sus certificados de nacimiento y sus cédulas de identidad. Sin embargo, el problema sigue lejos de resolverse.
La sentencia ha dejado sin solución posible a ciertos grupos de personas, mientras que en otros casos la solución ha sido inadecuada e insuficiente.
El plan de naturalización que expiró el 1 de febrero de 2015, era incompatible con las normas de derechos humanos, ya que obligaba a una serie de personas nacidas en el país a inscribirse como extranjeros en el Registro Civil. Además, incluía requisitos burocráticos tan complicados que era difícil ajustarse a él, y al no haberse publicitado lo suficiente, muchas de las personas afectadas ni siquiera se enteraron de su existencia.
Sin embargo, las autoridades de República Dominicana aseguran que el plan ha sido un éxito, y que ya no hay ningún apátrida en el país. Las investigaciones de Amnistía Internacional desmienten radicalmente esta afirmación.
Hemos hablado con decenas de personas sin cédulas de identidad, para las que la vida ha pasado a ser casi insoportable.
Una de ellas es Giselle, nacida en 1979 en República Dominicana, de padres haitianos a los que nunca permitieron inscribirla en el Registro Civil.
En 1996, tomó ella misma la iniciativa de inscribirse, pero al igual que ocurrió con sus progenitores, tampoco a ella se le permitió hacerlo. Desesperada por hacerse con algún tipo de documentación, a principios de 2015 intentó inscribirse en el plan de naturalización, pero los funcionarios la rechazaron, tras haberle pedido que presentara una copia de la cédula de identidad de su madre, cosa que no pudo hacer.
Giselle trabajaba limpiando casas, pero tuvo que dejar de trabajar hace dos años por problemas de salud. Tiene una hernia, pero no se puede permitir pagar las pruebas y el tratamiento necesario. Como no tiene cédula de identidad, el hospital público le pide que pague los servicios.
La República Dominicana lleva decenios dando la espalda a personas como Giselle. Aunque insisten en que se están apresurando a resolver la crisis, las numerosas personas que hemos conocido cuentan una historia sorprendentemente diferente.
Como me explicó hace poco una muchacha dominicana de ascendencia haitiana: “Yo estoy sentada en mi casa. No hago nada, porque no me aceptan en la escuela. Me gustaría ser profesora”.
Tal como están las cosas, no podrá nunca continuar con sus estudios, y mucho menos enseñar.
La pregunta ahora es: ¿hasta dónde está dispuesta a llegar la República Dominicana en su cruzada contra sus propia población?