República Centroafricana: Miedo y odio en Bangui.

BANGUI IMAGEN DESTACADA

En Nguing, barrio de Bangui, situado a orillas del Ubangui, río arriba del centro de la ciudad, la gente tiene miedo.
“Corre el rumor de que los antibalaka van a atacar otra vez esta tarde”, me dijo un vecino cuando fui allí, el miércoles.
“Quieren darnos una lección.”

A lo largo del último año, la República Centroafricana ha cobrado notoriedad debido a la intensidad de la violencia sectaria. Tras dejar el poder el gobierno de Seleka, de mayoría musulmana, en enero de 2014, la limpieza étnica se propagó por el país y dejó el gran parte del territorio totalmente vacío de musulmanes. Han matado a miles. Seleka también es responsable de graves abusos en varias partes del país, incluida la capital, Bangui.

Pero en Nguingo, barrio de la zona de Ouango de Bangui, los problemas son de otra índole. Como el resto de la zona, Nguingo tuvo una vez un próspera comunidad musulmana, pero sus miembros huyeron de allí hace mucho, perseguidos por los antibalaka, milicias compuestas fundamentalmente de cristianos y animistas. Con la marcha de los musulmanes y saqueadas ya sus casas y robados sus bienes, desapareció, por tanto, el blanco que más sencillo y provechoso les resultaba a los antibalaka atacar.

Ahora, estas milicias utilizan cada vez más métodos propios de gánsteres contra las comunidades no musulmanas de Bangui, buscándose con ello la enemistad incluso de algunos de sus antiguos partidarios. En un ataque efectuado hace 10 días contra el barrio de Nguingo, las antibalaka mataron a tres vecinos, dejaron malheridos al menos a 20 más e incendiaron unas 28 casas y una iglesia.

“Son una panda de bandidos ¬–explicó, enfado, un anciano del barrio–. Creen que porque llevan armas y machetes pueden abusar impunemente de nosotros.”

La incursión antibalaka del 14 de octubre en Nguingo fue un ataque de venganza. Ese mismo día, un grupo de tres combatientes antibalaka habían entrado en el barrio para robar. Era la segunda vez que ocurría algo así en sólo unos días, así que el vecindario estaba harto.

La vez anterior, los antibalaka habían robado automóviles, motocicletas y equipo diverso. Con la ayuda de tropas ruandesas –desplegadas en el país bajo los auspicios de una fuerza de la ONU para el mantenimiento de la paz–, los vecinos consiguieron recuperar gran parte de lo que les habían quitado, y al mismo tiempo se volvieron más aguerridos con objeto de rechazar futuros ataques de depredación.

El 14 de octubre, cuando llegaron los tres combatientes antibalaka, los jóvenes del barrio se defendieron, lanzando contra ellos un lluvia de piedras. Dos consiguieron escapar, pero el tercero, que llevaba un arma descargada, recibió varias pedradas y resultó malherido. Tenía la cara totalmente llena de sangre, por lo que al principio algunas personas creyeron que había muerto, pero estaba vivo, así que lo llevaron a la cárcel local y lo entregaron a las autoridades.

Dos horas después regresaron los antibalaka, esta vez en gran número. Según la policía de la zona, el jefe local de las milicias antibalaka había pedido refuerzos a otro de la zona de Boy Rabe, principal bastión antibalaka de la ciudad. Aunque no se sabe bien cuántos antibalaka participaron en el ataque –se calcula que eran un grupo de entre varias decenas y más de un centenar–, todo el mundo coincide en que iban totalmente armados, con Kalashnikov y granadas, y bien preparados para el combate.

“Los antibalaka atacaron desde el norte, disparando al aire y gritando: ‘¡Fuera, fuera! ¡Todos los hombres, fuera!’ –me explicó Therese, de 55 años–. Querían matar a todos los jóvenes.”

Los antibalaka atacaron primeramente la casa de un líder del vecindario, el denominado chef du quartier (“jefe del barrio”), a quien responsabilizaban del enfrentamiento ocurrido horas antes. El hombre consiguió huir antes de que llegaran, pero sus vecinos no fueron tan afortunados.

Jacques Mamadou, de 38 años, estaba delante de su casa cuando lo mataron a tiros al intentar escapar. El día que visité la zona, sus zapatos y su gorra coronaban su tumba recién cavada junto a las ruinas de su casa, poco más debajo de las de la casa del jefe del barrio.

Otra de las víctimas fue Constant Yaonomo, molinero de 24 años. Su familia vivía justo a la vuelta de la esquina de la casa del jefe del barrio, y sus padres creen que lo mataron a tiros cuando corría hacia allí. “Quería volver a casa, cuando comenzó el ataque”, me dijo el padre de Constant, mientras me enseñaba fotografías del cadáver.

“No supimos lo que le había ocurrido hasta las ocho de la tarde, cuando el ataque perdió intensidad y mi yerno vino a casa y nos dijo: ‘Vuestro hijo está muerto’. Mis esposa, que fue quien le abrió la puerta, se desplomó al recibir la noticia.”

“Había aún disparos, pero a mí ya no me importaba. Salí a la calle a buscar su cadáver. Tenía la ropa empapada de sangre. Lavé el cuerpo y lo cambié de ropa; le puse mi traje. Lo enterramos a la mañana siguiente, a las diez. La mayoría de los vecinos habían huido, por aún quedaban un par, que me ayudaron a cavar la tumba.”

La tercera víctima fue Gilles Francis Beaubiasso, estudiante de 24 años.

Según su madrastra, la familia estaba huyendo cuando dispararon contra él. Recibió dos balas, una en el pecho y otra en el brazo izquierdo.
Varias personas más sufrieron heridas de bala, graves cortes de machete y heridas de metralla de las granadas. El menos 20 fueron atendidas en un centro médico local, y algunas de las más graves tuvieron que ser llevadas luego al hospital principal de la ciudad para recibir tratamiento adicional.

Además de buscar venganza, los antibalaka parecían querer también a aprovechar la ocasión para obtener ganancias. Prendieron fuego a decenas de casas, cuyos techos de paja son como yesca, y cuando la gente salía de ellas para escapar del calor y el humo, la robaban.
“Les quitaban el dinero, los teléfonos móviles, la joyas de las mujeres, todo a lo que podían echar mano –me contó una mujer de 59 años y con la cabeza vendada–. Yo no tenía nada que darles así me golpearon en la cabeza con un machete.”

Una mujer me explicó que los antibalaka habían apuntado con sus armas a sus hijos pequeños, de 10 y 11 años, amenazando con matarlos si no les pagaba. Dijo:

“Les di 30.000 francos (alrededor de 58 dólares estadounidenses) para salvar a mis hijos.”
A pesar de la violencia del ataque, todo el mundo coincide que podía haber sido mucho peor. Fue la llegada de fuerzas de la ONU para el mantenimiento de la paz –un contingente congoleño– lo que detuvo los homicidios. “Si no hubieran llegado los soldados congoleños –explicó, insistente, un vecino¬–, habría sido una masacre.”

Los antibalaka se enfrentaron un rato a las tropas congoleñas y luego huyeron.
Los habitantes del barrio temen que su retirada sea temporal y que vuelvan otra vez para vengarse. Más de mil personas han cruzado el río para buscar refugio en la vecina República Democrática del Congo, y un centenar o poco más se han refugiado en un recinto católico de las inmediaciones del barrio. Aunque hay patrullas de la ONU, la gente no se siente segura.

Uno de los principales problemas a que se enfrenta el país es qué hacer con los miles de combatientes antibalaka. La opinión que tiene la gente de estas milicias podría empezar a cambiar, sobre todo si dejan de parecer por completo las “fuerzas de autodefensa” que afirmar ser y se comportan, como en Nguingo, igual que depredadoras bandas de delincuentes. Pero su derecho a reclamar el poder no radica, en el fondo, en su legitimidad, sino sus armas, organización y capacidad de violencia.

Mientras no se desarme a las milicias antibalaka y se desmantelen sus estructuras, es poco probable que acabe la violencia. El verdadero reto radica en que la fuerza de la ONU para el mantenimiento de la paz logre proteger a la población civil de esta violencia.

Este blog se publicó originalmente en AllAfrica.com

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