No hay honor en la violencia de género
En las últimas semanas, las personas que siguen la actualidad de Pakistán han leído noticias terribles en que se refiere a la violencia contra las mujeres. En fechas recientes se encontró en Punyab a una mujer de 21 años violada y estrangulada por el hombre en el que había confiado para que la salvara de un homicidio en nombre del “honor” a manos de su familia.
A principios de junio, Saba Maqsood sobrevivió milagrosamente tras recibir disparos de sus familiares y ser arrojada a un canal en la ciudad de Hafizabad, en la provincia paquistaní de Punyab, por intentar casarse con el hombre de su elección en contra de los deseos de su familia.
Una semana antes, en Lahore, Farzana Iqbal murió tras ser brutalmente golpeada con ladrillos por unos 20 familiares, entre ellos su padre, por casarse con el hombre al que amaba. Lamentablemente, cientos de mujeres y niñas son víctimas de homicidios en nombre del “honor” en Pakistán cada año. Muchas comunidades de Pakistán consideran que las mujeres y las niñas encarnan el honor familiar. La identidad de la mujer y el sentido del respeto social y el valor de su familia se miden por su aquiescencia a las exigencias familiares, como casarse con el hombre al que la familia elige para ella.
Lo que hizo de la muerte de Farzana Iqbal un caso excepcional fue el hecho de que los autores decidieran matarla con tanto descaro, en el exterior de una de las instituciones estatales más respetadas: el Tribunal Superior de Lahore, la segunda ciudad de Pakistán en población y posiblemente su capital cultural. Según todas las fuentes, en lugar de proteger a Farzana Iqbal y salvar su vida, la policía que estaba presente se limitó a observar mientras se cometía el crimen. Sin embargo, la mayoría de los casos como éste reciben escasa atención de la opinión pública y de la policía, pues a menudo tienen lugar en pequeñas poblaciones o en espacios privados.
En febrero, por ejemplo, Ayat Bibi murió apaleada en una localidad del norte de Baluchistán por orden de un clérigo local tras ser acusada por un familiar de mantener relaciones con un hombre llamado Daraz Khan, a quien también se quitó la vida. Los lugares donde reposan finalmente Ayat y Daraz son sendas tumbas anónimas. Los responsables de los homicidios no han comparecido ante la justicia.
El homicidio de Farzana Iqbal y la publicidad que siguió avergonzaron de tal manera al primer ministro de Pakistán y al presidente del Tribunal Supremo que exigieron que se abrieran investigaciones sobre el incidente. La mayoría de los culpables principales no tardaron en ir a la cárcel, y se espera que el juicio por asesinato comience en breve. Algunos políticos y líderes religiosos han condenado el homicidio, una iniciativa positiva en un país donde con excesiva frecuencia la violencia contra las mujeres se pasa por alto o incluso se justifica sobre la base de valores religiosos o culturales.
Pero ¿cuál habría sido la respuesta si este crimen no se hubiera perpetrado en un espacio tan público y simbólico y hubiera suscitado la atención mundial? A medida que la atención sobre su caso se desvanece, y el cuerpo maltrecho de Farzana Iqbal descansa bajo la tierra como cientos más, ¿es probable que las autoridades pierdan interés en garantizar que quienes la mataron comparecen ante la justicia y que la policía rinde cuentas por no haberla protegido?
Buscar justicia es extremadamente problemático en Pakistán, pues existe actualmente una laguna legal que permite que los autores de homicidios en nombre del “honor” eludan todo castigo. En virtud de la legislación paquistaní sobre casos de asesinato, la familia de la víctima puede indultar a los autores, y los culpables quedan entonces libres de enjuiciamiento y condena.
Los llamados homicidios en nombre del “honor” constituyen una práctica muy extendida en varias zonas del sur de Asia y en otros rincones del mundo. Es difícil determinar con exactitud cuántas mujeres son víctimas de homicidios que se justifican como una defensa del “honor” de la familia, pero son varios miles en todo el mundo.
En muchos casos, los castigos más severos por transgresiones del “honor” o por causar “vergüenza” a una familia son decretados por los consejos de ancianos tribales, en los que las mujeres no tienen cabida. En Pakistán, las estadísticas oscilan entre unas 900 y poco más de 1.000 cada año. Pero estas cifras sólo representan los casos documentados por grupos de derechos humanos a partir de informaciones publicadas en los medios de comunicación o facilitadas por las autoridades responsables de hacer cumplir la ley.
En Pakistán o en cualquier otro lugar del mundo, abordar estos asuntos constituye un desafío porque las causas son complejas. Pero, como en tantos otros problemas sociales, el cambio positivo debe comenzar en casa. Con excesiva frecuencia es en el hogar donde el uso de la violencia se normaliza. Es allí donde se condiciona al ciudadano para que crea que la violencia es una práctica aceptable, sobre todo para excusar la violencia que se inflige para proteger lo que se percibe como posición social, honor nacional o sentimientos religiosos.
Los crímenes en nombre del “honor” se enconan en la oscura intimidad del hogar. Es hora de exponer estos abusos a la luz del escrutinio público y de la ley. Algunos Estados han declarado ilegales los homicidios en nombre del “honor” y otras formas de violencia por motivos de género. Pero estas leyes requieren una aplicación efectiva; la policía y otros profesionales encargados de hacer cumplir la ley deben recibir formación sobre la violencia de género. Y las víctimas deben confiar en la capacidad de la policía y otras autoridades para ayudarlas.
El sistema educativo es otro campo de batalla fundamental, porque es uno de los escasos espacios públicos donde se puede empoderar a las mentes jóvenes para que pongan cuestionen los estereotipos de género y adquieran conciencia de que la violencia en el hogar es inaceptable. Las figuras públicas, y especialmente los hombres, deben hacer oír su voz: no sólo para condenar los homicidios en nombre del “honor”, sino también para reconocer que estos abusos no son incidentes aleatorios o esporádicos sino un problema mucho más amplio. La investigación empírica en esta área es limitada, pero existen abundantes datos que indican que la exposición pública es la manera más eficaz de abordar el problema, porque obliga a la sociedad a hacer frente a la realidad de que no hay ningún honor en matar a mujeres y niñas porque decidan vivir la vida como ellas prefieran.
Este artículo de opinión se publicó originalmente en The Diplomat