Me dijo: «Reza, te voy a matar», y me cortó el cuello con el cuchillo

La mañana del 27 de mayo, Hanna estaba en su apartamento, en la ciudad de Donetsk, en el este de Ucrania, cuando llamaron a la puerta. Cuando su novio Feodor abrió el cerrojo, siete hombres armados y vestidos con pasamontañas y uniformes de camuflaje se abrieron paso a empujones. Dijeron que eran de República Popular de Donetsk, el grupo separatista pro ruso que se ha hecho recientemente con el control de la ciudad.

Aquel fue el comienzo de un aterrador suplicio de seis días para esta activista pro ucraniana de 30 años. Hanna había participado en manifestaciones proporcionando atención médica y primeros auxilios a manifestantes heridos en enfrentamientos.

Los hombres armados registraron el apartamento de Hanna, y ella supo que estaba en apuros cuando encontraron una bandera ucraniana y folletos pro Kiev. A ella y a Feodor los escoltaron escaleras abajo, con los ojos vendados, y los metieron en un automóvil que aguardaba. Los llevaron al Departamento de Control de la Delincuencia para interrogarlos.

Hanna describe cómo, mientras permanecía recluida en un pequeño sótano, un hombre de mediana edad dirigía los interrogatorios. La acusaron de pertenecer a un grupo de extrema derecha. Buscaron a ver si tenía tatuajes con los números 38 o 39, asociados a grupos fascistas

“Eran suposiciones disparatadas […] la situación era espantosa. ¿Cómo pueden recluir a alguien por unas acusaciones sin fundamento? Es como si el mundo se hubiera vuelto del revés.”

Hanna cuenta que la interrogaron sobre las protestas de Euromaidán y sobre su participación en ellas, y le preguntaron datos de periodistas y activistas de la sociedad civil. Si se negaba a cooperar, las consecuencias serían terribles.

“Me dijeron: ‘Nos lo vas a contar todo; si no lo haces, no te dejaremos en libertad. Y, aunque lo hagas, no por ello saldrás necesariamente de aquí’.”

Pequeña, de complexión ligera y de voz suave, Hanna nos cuenta nerviosa su historia en un mísero almacén médico de la planta baja del hospital local de Kiev.  Al ser puesta en libertad huyó a esa ciudad y ahora ayuda a distribuir suministros médicos y a que otras personas escapen de la violencia en el este de Ucrania. Las estanterías están abarrotadas de suministros médicos –medicamentos y vendajes–, todos ellos donados para ayudar a personas que, como ella, llegan con heridas de la tortura sufrida a manos de grupos armados en el este de Ucrania.

Cuando le preguntamos qué le sucedió, mira al suelo con expresión de incredulidad. Nos dice que, después de media hora de interrogatorio, su interrogador recurrió a la violencia.

“Me machacaron la cara; ese hombre me dio puñetazos en la cara, trataba de golpearme en todas partes, yo me cubría con las manos […]. Estaba acurrucada en el rincón, hecha un ovillo con las manos alrededor de las rodillas. Le ponía furioso que tratara de protegerme. Salió y regresó con un cuchillo.”

Hanna nos muestra las cicatrices que tiene en el cuello, los brazos y las piernas, donde le hicieron cortes con el cuchillo: tiene una herida de arma blanca en la rodilla, y el dedo índice derecho todavía fuertemente vendado con una tablilla de plástico. Describe cómo, mientras trataba de protegerse, la hoja le separó la piel del dedo: “Me lo peló como a una naranja”.

“Estaba en shock, así que no sentía dolor, pero miras estos cortes y no te parece que te los estén haciendo a ti. Te revuelve el estómago. Tus propios paisanos interrogándote con semejante crueldad. Estaba perdida, estaba tan preocupada… pensaba que había llegado mi hora […]. Pensaba que me podían matar […]. Al final del interrogatorio, me dijo: ‘Reza, te voy a matar’, y me cortó el cuello, [la parte de atrás,] con el cuchillo.”

Hanna no sólo tuvo que soportar la agonía de las brutales palizas, sino que, según afirma, su interrogador también quería humillarla, trataba de quebrar su espíritu. La obligó a escribir, con su propia sangre, un lema separatista en la pared.

“Me dijo: ‘Escribe en la pared con tu sangre ‘Amo Donbass’, y si no puedes, si te quedas sin sangre, te pego un tiro’. Yo tenía esta herida abierta con la piel aleteando, así que tomé sangre de la herida y escribí en la pared con la mano izquierda […]. Cuando te apuntan con un arma y te dicen ‘voy a matarte’, y no hay nada que puedas hacer, crees que eso es lo que va a pasar.”

Hanna cuenta que su atroz suplicio cesó cuando se recibió una orden de los escalafones superiores de la cadena de mando. La mantuvieron recluida otros seis días antes de mandarla a la ciudad de Dnipropetrovsk como parte de un “intercambio de prisioneros”. Antes de partir, le permitieron llamar a sus padres.

“Sólo quería volver a casa, volver a una vida normal e imaginar que aquello no era más que una pesadilla […]. Estaba muy disgustada porque no había visto a mi familia. Nos dejaron llamar, así que los telefoneé y les dije que estaba viva y que me marchaba […]. Evidentemente, quería ir a casa, pero no pude.”

Hanna aún no ha visto a sus padres. Está tratando de reconstruir su vida, pero su futuro, al igual que el de Ucrania, dista mucho de ser seguro.

 

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