Durante mucho tiempo creí que la pena de muerte era un castigo legítimo, si bien severo, para los delitos graves. En Egipto, donde crecí, esta opinión no era excepcional; de hecho, no recuerdo haber oído a nadie expresar una opinión distinta hasta que entré en la universidad.
En gran parte de Oriente Medio y el Norte de África, la pena de muerte era y sigue siendo considerada en general un castigo legítimo y justo para los peores crímenes. Lo mismo cabe decir de muchos países que conservan esta pena como castigo.
Pero muchos años después, mis opiniones han cambiado totalmente. No fue un cambio de actitud repentino; costó muchos años que las dudas iniciales se convirtieran en oposición a la pena de muerte.
Primero fue su aplicación generalizada. En Egipto, en la década de 1990, los tribunales militares y especiales condenaron a muerte a muchas personas en relación con una oleada de atentados terroristas. Sí, eran actos atroces y había que castigarlos, pero ¿fueron tantas las personas implicadas? ¿Eran todas las personas declaradas “culpables” realmente culpables o fueron injustos los juicios?
Si miramos el mundo a nuestro alrededor veremos una gran variación en los delitos que pueden castigarse con la muerte. Los más habituales son los crímenes que causan la muerte de alguien. Pero la pena de muerte también se aplica a delitos que van desde el adulterio hasta la violación, pasando por la hechicería, los delitos relacionados con las drogas, el robo agravado, la apostasía, la blasfemia, los delitos económicos y la traición.
Incluso para quienes creen que la pena de muerte debe ser un castigo para crímenes atroces, esta amplia variación en su ámbito de aplicación debería hacer que sonara la alarma.
Si se puede ejecutar a alguien en nombre de la justicia por un acto que no debería ser considerado delito en absoluto, el imperativo social de castigar estos actos, no digamos de imponer la pena de muerte, debe de estar sin duda errado.
¿Cómo se puede quitar la vida a alguien por “adulterio” o “apostasía” si estos actos ni siquiera se consideran una amenaza para las personas en tantos países?
Si miran de cerca, descubrirán que la pena de muerte suele afectar a grupos especialmente desfavorecidos. Los pobres y los miembros de minorías corren mayor riesgo de ser ejecutados. Por ejemplo, en Estados Unidos, existen pruebas crecientes de que los afroamericanos tienen más probabilidades de ser condenados a muerte —y de ser ejecutados— debido a su raza.
En Arabia Saudí, gran parte de las personas ejecutadas en los últimos años eran trabajadores migrantes procedentes de países pobres en desarrollo; a menudo carecen de abogado defensor y no pueden seguir las actuaciones judiciales en árabe. El 7 de octubre de 2011, ocho hombres de Bangladesh fueron decapitados por un asesinato presuntamente cometido en 2007.
Vi claro que un castigo tan duro era intrínsecamente problemático, también porque se usa de un modo desproporcionado contra quienes tienen menos capacidad para defenderse y quienes sufren la discriminación en general.
Es insoslayable que la pena de muerte es un acto de violencia. ¿Usar más violencia es la forma correcta de responder al delito?
Una de las principales justificaciones de la pena de muerte es que supuestamente tiene un efecto disuasorio para la comisión de los delitos más graves. Pero llamemos este argumento por su nombre: meros deseos. Sencillamente no hay ni una prueba fehaciente de que la pena de muerte disuada del delito más que otras formas de castigo.
En realidad, hay pruebas de lo contrario. En Estados Unidos, el índice medio de asesinatos en los estados que aplican la pena de muerte es superior al de los estados que la han abolido. Más de tres décadas después de abolir la pena de muerte, el índice de asesinatos de Canadá sigue siendo un tercio inferior al de 1976. Un estudio comparó durante 35 años los índices de asesinato de Hong Kong, donde no hay pena de muerte, y Singapur, que tiene un tamaño de población similar y por aquel entonces realizaba ejecuciones periódicamente, y concluyó que la pena capital tenía poco impacto en los índices de delincuencia.
La pena de muerte —aunque está lejos de ser el único en este sentido— es un ejemplo de cómo las políticas públicas y los sistemas legales hacen caso omiso de las pruebas.
Si, como yo, han crecido pensando que la pena de muerte era justa, consideren esto: En 1997, Chiang Kuo-ching, de 21 años, fue ejecutado por abusar sexualmente de una niña de cinco años y asesinarla. Casi todos coincidirán en que es un crimen horrendo que merece el castigo más severo.
En 2011, Chiang fue absuelto. Demasiado tarde para él y para su familia.
Las ejecuciones son irreversibles. Son una burla de cualquier sistema de justicia, que siempre será tan falible como nosotros.
Este texto se publicó por primera vez en el Huffington Post.
Más información
La pena de muerte en 2013: Un pequeño número de países provoca un aumento de las ejecuciones en el mundo(noticia, 27 de marzo de 2014)