La maniobra de relaciones públicas de la República Dominicana no alivia el sufrimiento de las personas apátridas

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FOTO: EFE

Chiara Liguori, investigadora de Amnistía Internacional sobre el Caribe

Marisol tiene 26 años y nació en la República Dominicana de padres haitianos. Ni su nacimiento ni el de sus hermanos y hermanas fueron inscritos al nacer, pues sus padres carecían de identificación formal. Cuando murieron, Marisol tenía 10 años y no le quedó otra opción que convertirse en trabajadora doméstica para una familia adinerada de Santo Domingo. Le prometieron enviarla a la escuela, pero en lugar de eso, la obligaron a trabajar 15 horas al día. La golpeaban y nunca le permitieron poner un pie en la escuela.

La falta del certificado de nacimiento impidió que Marisol obtuviera nunca una tarjeta de identidad, esencial para acceder a un empleo, atención médica y educación. A finales de 2014, las autoridades dominicanas lanzaron un plan de naturalización de seis meses para ayudar a las personas como Marisol, que no fueron inscritas al nacer, a obtener documentos de identidad. Pero cuando Marisol tuvo noticia del plan, este ya había expirado.

Para empeorar las cosas, la familia para la que trabaja como limpiadora la amenaza ahora con despedirla, por temor a las consecuencias de emplear a una persona indocumentada. Sin documentos de identidad, Marisol tampoco puede inscribir en el registro a sus hijos. “Esperaba que pudieran tener un futuro mejor, pero sin documentos de identidad no va a poder ser”, me dijo.

Esta desgarradora historia no es más que una de las decenas de historias que he oído durante la visita que ha realizado Amnistía Internacional a la República Dominicana en las últimas dos semanas. Y aun así, el gobierno dominicano insiste en que ha dado a todas las personas indocumentadas nacidas en el país de padres extranjeros, como Marisol, todas las oportunidades para acceder a documentos de identidad.

Las autoridades dominicanas con las que nos reunimos no parecían dispuestas a reconocer que muchas personas quedaron fuera del “plan de naturalización” de seis meses que establecieron tras la tristemente famosa sentencia de 2013 que despojó a miles de personas de su nacionalidad dominicana prácticamente de la noche a la mañana. Nos dijeron que, tras una “campaña pública masiva”, no tenían motivos para creer que muchas personas no conocieran el plan.

Sin embargo, a lo largo de la semana pasada hablamos con muchas personas que, como Marisol, no pudieron inscribirse en el plan. Dilta, madre soltera, no pudo inscribir a ninguno de sus 10 hijos porque no tenía dinero para pagar los costosos documentos que necesitaba para todas las solicitudes. Rosana trató de inscribirse en vano: sus padres carecían de cualquier tipo de identificación y las autoridades no aceptaron su solicitud si no presentaba los documentos de identidad de sus padres (aun cuando este requisito no está previsto en ninguna ley). Rosa fue la única persona de su familia que no presentó la solicitud porque estaba fuera durante el periodo del plan y no pudo comunicarse con su familia durante ese tiempo. Jessica sencillamente no supo de la existencia del plan.

En respuesta al coro de críticas tanto en el ámbito nacional como en el internacional, las autoridades dominicanas, en lugar de instituir medidas adicionales para resolver estos problemas, han lanzado ahora una campaña pública y una gira diplomática para contar al mundo lo que llaman la “verdadera historia” de las políticas del país hacia las personas migrantes y sus descendientes.
Uno de los mensajes clave de esta campaña es que en la República Dominicana nadie es apátrida. En su discurso en una cumbre de líderes centroamericanos celebrado en Panamá el 26 de junio, el presidente de la República Dominicana, Danilo Medina, facilitó un sinfín de detalles y estadísticas para justificar su afirmación.

Sin embargo, las estadísticas no transmiten el drama de las vidas destrozadas. Más allá de las cifras hay historias reales de personas que han tenido que dejar la escuela, han perdido oportunidades de empleo y, en los peores casos, han sufrido abusos, discriminación y explotación sólo porque carecen de documentos de identidad.

“Si hubiera tenido mis documentos habría terminado la escuela y estaría estudiando Psicología en la universidad”, me dijo Esterlina. “Debido a la falta de documentos, tuve que entregar a mi hijo porque no tenía trabajo para darle de comer”, me reconoció Mery.

Sin documentos de identidad para demostrar su nacionalidad, las personas como Marisol, Esterlina y Mery están condenadas a permanecer atrapadas en la pobreza extrema, sin esperanzas de tener para sus hijos ni de darles un futuro mejor.

El plan de naturalización instituido por las autoridades dominicanas tenía como fin mitigar la situación de apatridia de esta población. Pero no es suficiente.

Las autoridades dominicanas deben reconocer que existen personas como Marisol, como atestiguan sus sufrimientos y sus esperanzas. Pero sobre todo, deben actuar para acabar con su situación de apatridia y falta de documentación.

Suavizar la maniobra de relaciones públicas y adoptar todas las medidas adecuadas para garantizar que no queda ningún apátrida en la República Dominicana es la única forma de convencer al mundo de que sus políticas han cambiado vidas para mejor.

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