Las historias que me han contado refugiados rohingyas en Cox’s Bazar, en el extremo suroriental de Bangladesh, son angustiosas. Casi 400.000 personas han huido de Myanmar a través de la frontera en menos de tres semanas, y muchas te cuentan que han visto cómo las fuerzas de seguridad de Myanmar mataban a tiros a sus familiares o quemaban completamente sus pueblos sólo unos días antes. No cabe duda de que en la frontera se está llevando a cabo una limpieza étnica.
Pero, en medio de los relatos de horror, también se pone de manifiesto una humanidad increíble.
En un paso fronterizo conocimos a dos hombres jóvenes bangladeshíes que llevaban el día entero repartiendo manzanas entre unos refugiados exhaustos y demacrados, muchos de los cuales habían caminado durante más de 10 días para alcanzar la frontera. Cerca del pueblo de Ali Khali me encontré con unos residentes locales —hombres, mujeres y menores— que estaban construyendo un campo improvisado para personas refugiadas con cañas de bambú y lona que habían pagado de su propio bolsillo. Nuestro intérprete nos contó que él y otras personas de su pueblo habían pasado la festividad del Eid preparando comida para repartirla entre los rohingyas que estaban huyendo. Hay demasiados relatos parecidos.
Sin embargo, los habitantes de Cox’s Bazar, muchos de ellos al borde de la pobreza, poco pueden hacer. Bangladesh se enfrenta a una crisis humanitaria, y ahí es donde el gobierno y la comunidad internacional deben intervenir.
La semana pasada vimos a decenas de miles de rohingyas recién llegados, avanzando en fila por las carreteras, sin un lugar adonde ir, muchos de ellos durmiendo a la intemperie sin que nada los proteja de los incesantes aguaceros del monzón. Los pocos campos de refugiados existentes ya estaban superpoblados y faltos de recursos antes de la crisis; ahora están completamente desbordados. Los medios de comunicación bangladeshíes ya están informando de la rápida propagación de enfermedades que se transmiten por el agua y sobre miles de rohingyas que no tienen acceso a asistencia médica.
Según todos los indicios, el gobierno de Bangladesh ha respondido con una generosidad increíble en las últimas tres semanas. La frontera con Myanmar está abierta a todos los efectos, y miles de personas refugiadas siguen cruzándola cada día.
Bangladesh se ha comprometido a reservar 2.000 hectáreas de terreno para alojar a los refugiados en nuevos campos y proporcionarles toda la ayuda humanitaria posible para cubrir sus necesidades. Esta semana, la primera ministra, Sheij Hasina, visiblemente emocionada, visitó los campos de refugiados en Cox’s Bazar y dedicó varias horas a hablar con rohingyas que acababan de cruzar la frontera. En una declaración que podía sonrojar a muchos dirigentes occidentales, Hasina afirmó: «Tenemos capacidad para alimentar a 160 millones de personas de Bangladesh, y seguridad alimentaria suficiente para alimentar a los 700.000 refugiados».
Sin embargo, tradicionalmente, las autoridades de Dacca se han mostrado mucho más ambivalentes respecto a la población refugiada rohingya. Los rohingyas han llegado en oleadas a Bangladesh al menos desde la década de 1970, con picos de afluencia durante los brotes de violencia en Myanmar. Nadie conoce el número exacto, pero es probable que hubiera unos 400.000 refugiados rohingyas viviendo en Bangladesh antes de que empezara el éxodo actual.
No obstante, desde 1992, Bangladesh se niega a reconocer como refugiados a los rohingyas que llegan, al parecer con la intención de no crear un “efecto llamada” que incite a otros a hacer lo mismo. Como consecuencia, sólo hay unos 33.000 refugiados rohingyas oficialmente reconocidos en Bangladesh, la mayoría residiendo en dos campos gestionados por el ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) en Cox’s Bazar. Los demás viven en campos improvisados o en pueblos y se encuentran en un limbo jurídico en el que corren peligro constante de ser detenidos y expulsados. Las autoridades se refieren a ellos como “nacionales indocumentados de Myanmar”. Los refugiados rohingyas no registrados carecen de acceso a servicios básicos y están sumamente expuestos a sufrir abusos y explotación a manos de bandas criminales. Aunque el reparto de ayuda humanitaria a los rohingyas indocumentados ha mejorado en los últimos años, sigue estando muy lejos de ser suficiente. Las autoridades de Dacca continúan amenazando con expulsar a los rohingyas a Myanmar, o incluso con trasladarlos en barco a una isla bangladeshí prácticamente inhabitable.
Bangladesh, además, mantiene una tensa relación con las ONG internacionales presentes en la región. Son muy pocos los organismos de ayuda humanitaria que actúan en Cox’s Bazar, y se enfrentan a graves restricciones del alcance de los servicios que están autorizados a prestar.
En noviembre de 2016, cuando decenas de miles de refugiados rohingyas llegaron a Cox’s Bazar tras una campaña militar igualmente atroz llevada a cabo en el estado de Rajine, muchos responsables de ONG, tanto internacionales como bangladeshíes, expresaron su frustración. Dijeron que disponían de recursos para hacer más, pero que estaban atados de manos por el gobierno en Dacca. Las agencias de ayuda humanitaria que trabajan en Cox’s Bazar han respondido heroicamente en las últimas tres semanas y debe permitírseles que sigan haciéndolo sin límites en cuanto a quiénes pueden ayudar.
En 1971, India aceptó a millones de refugiados bangladeshíes cuando las fuerzas paquistaníes intentaron aplastar brutalmente la incipiente lucha independentista bangladeshí. Bangladesh ha mostrado la misma compasión hacia los rohingyas en las últimas semanas, pero Dacca debe reconocer que no puede —y tampoco debe— enfrentarse en solitario a este reto descomunal.
Bangladesh va a necesitar toda la ayuda que le puedan ofrecer para encarar la crisis de refugiados que más rápido está creciendo en todo el mundo. La comunidad internacional debe tomar conciencia de la pesadilla que está viviendo el pueblo rohingya y prestar su ayuda en la forma que pueda, incluido apoyo económico para la ayuda humanitaria. Mientras, las autoridades bangladeshíes deben garantizar a quienes tienen los medios y la intención de echar una mano que se les permite hacerlo. Permitir que las agencias de ayuda humanitaria tengan acceso sin restricciones a las personas refugiadas sería dar un paso importante en la dirección correcta.
“Sólo estamos intentando hacer lo que podemos”, me dijo uno de los hombres que repartía manzanas en el paso fronterizo. Bangladesh y la comunidad internacional deben compartir ese mismo espíritu antes de que sea demasiado tarde.
Foto: Rohingya refugees wait for the food to be distributed by local organisations near Balukhali makeshift refugee camp in Cox’s Bazar, Bangladesh, September 13, 2017. REUTERS/Danish Siddiqui