Mi cuerpo, mis derechos
11 años, obligada a casarse, maltratada por negarse a ser explotada sexualmente
Sahar Gul contó a Amnistía Internacional que tenía sólo 11 años cuando su familia la vendió a un hombre de 30 años que la quería para casarse con ella. Su esposo, Ghulam Saki, era soldado del ejército nacional afgano. La compró por unos 260.000 afganis (4.600 dólares estadounidenses, aproximadamente) y se la llevó a la casa donde vivía con su familia.
“Me casé con sólo 11 años. Era muy niña y no sabía cómo es la vida de casada ni lo que pasa después de la boda. Cuando las mujeres fueron a mi casa a por mí me puse a llorar, porque no quería ir, pero a nadie le importaban mis lágrimas ni me escuchaba. No quería ir a vivir a otro lugar, con otras personas; me daba miedo.»
Poco después de casarse, Sahar estuvo varios meses desaparecida, hasta que su familia denunció su desaparición a la policía local. Unos agentes la encontraron casi inconsciente, llena de contusiones e incapaz de hablar y de tenerse en pie.
Su familia política la tenía encerrada en el sótano de la casa, oscuro y húmedo, y la golpeaba y maltrataba si se negaba a tener relaciones sexuales con otros hombres.
Sahar contó posteriormente a Amnistía Internacional que sus parientes políticos la golpeaban continuamente, la quemaban con cigarrillos y con una plancha y le arrancaban las uñas y el pelo. Así durante seis meses.
Al hablar a las vecinas del maltrato, la familia de su esposo la encerró en el sótano. No le daban apenas comida ni agua. Aunque los vecinos informaron a la policía, ésta no acudió enseguida a protegerla, sino que dejó que siguiera con sus maltratadores.
El esposo y el cuñado de Sahar huyeron cuando la policía fue por fin a su casa. Siguen en libertad. A sus suegros y a su cuñada, los detuvieron y, tras declararlos culpables de tentativa de asesinato, los condenaron a 10 años de prisión.
Sus sentencias fueron confirmadas con carácter definitivo en apelación, pero el Tribunal de Apelaciones de Kabul las anuló posteriormente, por lo que los parientes políticos de Sahar quedaron en libertad al cabo de un año y medio. Tras un nueva vista de apelación, los condenaron a cinco años.
Casos como el de Sahar Gul son muy comunes en Afganistán, donde las autoridades suelen hacer caso omiso de las denuncias de maltrato en el ámbito familiar, por considerar que es un asunto privado, y no hacen nada para proteger a las víctimas.
Sahar, que tiene ahora 16 años, vive en un refugio para mujeres y va a la escuela del lugar. Está decidida a impedir que otras niñas sufran como ella y quiere hacerse política.
“Mi meta es ser activista de los derechos de las mujeres, abrir refugios para las mujeres en situación de riesgo en Afganistán, y ayudar a las que sufren violencia. Quiero proteger a otras mujeres. Pienso en que mi familia política podría haberme matado y no había nadie para protegerme. Quiero acabar con la violencia en Afganistán […] No quiero ver a más mujeres sufrir como yo ni de ningún otro modo”.
Tres años de cárcel por un mensaje de texto gay
En 2011, Roger Jean-Claude Mbede envió a alguien un mensaje de texto diciéndole que lo amaba.
Como envió el mensaje en Camerún y como era para otro hombre, lo detuvieron. La policía lo interrogó durante días, desnudándolo y golpeándolo.
Tras un juicio en el que se le negó asistencia letrada, fue condenado a tres años de prisión por los cargos de «homosexualidad y tentativa de homosexualidad». Lo encerraron en condiciones de hacinamiento en una cárcel donde fue agredido sexualmente, privado de atención médica absolutamente necesaria y golpeado por los guardias.
Amnistía Internacional adoptó el caso de Roger, lo declaró preso de conciencia y animó a personas de todo el mundo a ponerse de su parte y pedir a las autoridades camerunesas que lo dejaran en libertad de inmediato.
Roger salió de prisión el verano del año pasado por razones médicas; según su abogado, la familia, que le había vuelto la espalda, no quiso tampoco ocuparse de su tratamiento. Roger murió el mes pasado.
Cualquiera que fuera la causa de su muerte, a los 34 años de edad, el trato denigrante que recibió de la policía, las autoridades de la prisión, sus vecinos y su propia familia hizo que se le negara un tratamiento que necesitaba desesperadamente, tanto en la prisión como fuera de ella.
El coste de la confusión
En 2012 Savita Halappanavar fue hospitalizada por riesgo de aborto espontáneo. Pidió que se le practicara un aborto, pero se lo denegaron. Savita contrajo sepsis y murió a los pocos días.
Aunque una investigación concluyó que la muerte de Savita se debió principalmente a que los médicos no reconocieron la gravedad de su estado de salud y que su vida corría peligro, este caso volvió a centrar la atención en las leyes restrictivas contra el aborto en Irlanda.
El aborto es ilegal en Irlanda, excepto en los casos en que exista un «riesgo real y sustancial» para la vida –no para la salud– de la mujer. Esta excepción se estableció en 1992 en virtud de un fallo del Tribunal Supremo sobre el caso de una niña de 14 años que se había quedado embarazada como consecuencia de una violación y tenía tendencias suicidas.
El aborto sigue siendo ilegal en los casos de embarazo por violación o incesto, riesgo para la salud de la mujer o anomalías mortales del feto. Las mujeres pueden ser condenas a penas de prisión de hasta 14 años por interrumpir ilegalmente su embarazo.
Por ello, entre 1980 y 2012, más de 150.000 mujeres viajaron de Irlanda a Reino Unido para interrumpir su embarazo: una media de 12 al día. Sólo en 2012, viajaron 3,982 mujeres a Reino Unido para someterse a un aborto.
Violada y presionada para obligarla a abortar
El esposo de Kopila la golpea y la obliga a mantener relaciones sexuales. Viven en una comunidad rural, y se casaron cuando ella tenía 17 años. Tuvo su primer hijo un año después. Kopila es de una familia pobre del Nepal rural y no ha ido nunca a la escuela.
Tres de sus cuatro hijos nacieron en casa, y el otro, en el hospital. Kopila contó a Amnistía Internacional que sólo podía tomarse 10 o 12 días de descanso cuando daba a luz; luego tenía que empezar a trabajar otra vez.
Si no se siente bien, es su esposo quien decide si puede ir al centro de salud. Kopila dijo a Amnistía Internacional que se había quedado embarazada más veces, pero que su esposo había decidido que pusiera fin a esos embarazos abortando.
La familia tiene algunas tierras, así que Kopila trabaja en el campo y cuida el ganado. Hace todas la faenas domésticas y se ocupa de sus cuatro hijos. En su familia es costumbre que Kopila dé primero de comer a los niños, después come su esposo y, por último, ella.
Cuando se quedaba embarazada tenía que transportar pesadas cargas de leña, hierba y estiércol de vaca durante todo el embarazo y poco después de haber dado a luz.
Debido a ello, cuando tenía 24 años contrajo prolapso uterino. Explicó lo siguiente a Amnistía Internacional: «Doce días después del parto, fui a cortar leña con el hacha. Mi esposo pidió agua y discutimos. Me dio una fuerte paliza. No sé si se me salió el útero cuando estaba cortando leña o después de la paliza. Fue ese mismo día cuando tuve el problema por primera vez. Fue hace seis años».
“Después comencé a tener dolor de espalda y de estómago, y no podía ponerme derecha, sentarme ni hacer el trabajo. Me duele el bajo vientre y por lo general tengo dolor de espalda cuando trabajo mucho”. Kopila dijo que su esposo la obliga a tener relaciones sexuales. Cuando se niega, la golpea.
La única vez que Kopila pudo ir a buscar asistencia médica para el prolapso uterino fue poco después de comenzar a sufrir la dolencia. Su esposo no estaba, así que dijo a su hermano que la acompañara a ver al médico.
“El médico me dijo que descansara, pero no puedo, porque tengo mucho que hacer: trabajar en el campo, cuidar el ganado, atender a mis hijos, cosas de mucho trabajo. Cuando se me salió otra vez el útero no volví”.
Kopila explicó que cuando había ido anteriormente a pedir atención médica por otra dolencia estando también su esposo fuera, él lo descubrió y la golpeó tanto, que le daba miedo volver al médico.