Jacob Burns, auxiliar de investigación y acción de Amnistía Internacional sobre Israel y Palestina
En el extremo meridional de Jabal Mukaber, barrio palestino de la Jerusalén Oriental ocupada, las colinas forman un amplio anfiteatro natural. Aquí los olivares adornan las suaves pendientes, relinchan los caballos y los pájaros revolotean desde los aleros para jugar en el cielo de la tarde. Las vistas de la gran fortaleza de Herodes, el Herodión, son impresionantes. Sin embargo, en el lugar donde estaba sentado el aire estaba cargado del polvo de cemento que levantaban los pies de dos niños pequeños que se perseguían entre montones de escombros y muebles destrozados. Fue aquí, en este escenario idílico situado a 200 metros de los cuidados terrenos de un asentamiento israelí ilegal, donde descubrí lo que era ser «duros con el terrorismo».
Desde la carretera no hay nada que indique lo que estamos a punto de ver: sólo después de pasar el lateral de otra casa y girar hacia la escalera los pies se encuentran de pronto con obstáculos inesperados. Al borde del camino se amontonan gruesos trozos de bloques de cemento destrozados y el suelo está cubierto de un polvo gris. En la parte superior de las escaleras, la devastación. Las columnas combadas se han separado de las paredes que sujetaban y la mitad delantera de la casa se inclina hacia delante, como si estuviera a punto de vencerse del todo.
Aquí era donde vivía Ghassan Abu Jamal con su esposa y tres hijos. Junto con su primo Uday, Ghassan fue autor el atentado del 18 de noviembre de 2014 contra la sinagoga de Har Nof de Jerusalén, en el que murieron cinco civiles israelíes y un policía de fronteras israelí antes de que los dos fueran abatidos por disparos. Fue un atentado que en Amnistía Internacional condenamos como “aborrecible”. Tras la muerte de los atacantes, y más allá de otro castigo, las autoridades israelíes tomaron en cambio una serie de medidas para castigar a sus familias. Por aborrecibles que fueran los actos de Uday y Ghassan, el trato que vi que habían infligido a sus familias estaba totalmente injustificado.
“El día del atentado la policía asaltó la casa, detuvo a muchos de los familiares y me llevó al Recinto Ruso», me contó Moawiyeh Abu Jamal, hermano de Ghassan. “Allí me tuvieron seis días y me interrogaron durante muchas horas. Durante el interrogatorio me pusieron grilletes en brazos y piernas, y cuando no me estaban interrogando me hacían sentarme en una silla muy pequeña, lo que me causaba mucho dolor.» Esta postura en tensión, conocida como shabeh, es una forma de tortura. También dijo que le pusieron una bolsa en la cabeza y la ataron con fuerza alrededor del cuello y que le privaron de sueño muchas horas. Amnistía Internacional ha documentado que los interrogadores israelíes llevan muchos años infligiendo impunemente torturas y otros malos tratos a detenidos palestinos. Moawiyeh fue puesto en libertad sin cargos, como todos los demás familiares detenidos aquel día, lo que indica que las autoridades israelíes no tienen pruebas que indiquen que ninguno de ellos estuviera implicado en los atentados.
La madrugada del 6 de octubre de este año, la policía israelí llegó para ejecutar la orden de derribo. “Llegaron en mitad de la noche y los oímos durante dos horas rompiendo todos los muebles de la casa. Luego oímos sonidos de taladros y después una gran explosión a las 5:30 [de la mañana].» A pesar de que el Tribunal Supremo israelíha ordenado a la policía que evitara causar daños a otros apartamentos del edificio durante el derribo, el apartamento de Moawiyeh —adyacente al de Ghassan— quedó totalmente destruido y las viviendas vecinas resultaron dañadas. En el piso de abajo, las grietas recorren el techo y las paredes del estrecho dormitorio donde duermen ahora la esposa de Moawiyeh y cuatro de sus hijos. Recuperando el aliento en la puerta, vi una nueva torre de apartamentos que se alzaba en el asentamiento, colina arriba. Pero aquí abajo, ni siquiera han permitido que la familia retire los escombros. “Mi hijo no puede entender lo que ha pasado», me dice Moawiyeh. “Me pregunta una y otra vez quién ha hecho esto y por qué.»
Además de la destrucción de una vivienda, las autoridades israelíes ordenaron que se «sellaran» las habitaciones donde vivían Uday en la casa de su abuelo. La palabra «sellar» da la impresión de algo pulcro, preciso e higiénico, pero lo que vi es todo menos eso. Para «sellar» una habitación, las autoridades israelíes rompen una ventana, introducen una manguera conectada a una hormigonera y bombean el cemento dentro de la casa. El resultado parece una extraña mezcla de desastre natural e instalación de arte contemporáneo donde el cemento, ya seco, cubre dos tercios de la altura de la habitación y los residuos de la vida cotidiana asoman en la superficie. En la casa de Mutaz Hijazi, palestino al que dieron muerte tras intentar asesinar a un activista derechista israelí, los arquitectos han comunicado a la familia que las 90 toneladas de cemento bombeadas en su dormitorio arrancarán poco a poco la casa de sus cimientos y la harán caer por la empinada cuesta sobre la que está encaramada, destruyéndola por completo.
El Tribunal Supremo israelí ha declarado que estos derribos no tienen por objeto castigar a las familias de los atacantes, sino servir de disuasión: advertencias para que otras personas que estén considerando la posibilidad de realizar ataques contra israelíes sepan que sus familias pagarán el precio. Esta justificación no puede ocultar el hecho de que estos derribos y «sellados» de casas son la esencia misma del castigo colectivo: castigar a personas por los actos cometidos por otras personas.
Además de dejar sin hogar a todas esas personas con el derribo que vi, las autoridades israelíes han retirado la residencia a la esposa y los tres hijos de Ghassan, lo que les ha privado del acceso a la atención para la salud. Estas medidas, con independencia de si se han llevado a cabo como respuesta a un atroz atentado, equivalen a un castigo colectivo y son ilegales según el derecho internacional.
Todos los gobiernos tienen la obligación de proteger de ataques a las personas que se encuentren dentro de su jurisdicción, pero estas medidas deben respetar los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.
Igual que los ataques contra la población civil, los castigos colectivos están totalmente prohibidos y nunca pueden estar justificados. Cuando estos castigos adoptan la forma de destrucción generalizada de viviendas, constituyen una infracción grave de los Convenios de Ginebra y un crimen de guerra. Las autoridades israelíes deben dejar inmediatamente de castigar a personas que no son responsables de los ataques; la lógica perversa de esta forma de ser «duros con el terrorismo» acaba infligiendo sufrimiento a toda la población palestina.