“Que Dios nos salve y proteja” está escrito en una pizarra de uno de los numerosos refugios improvisados contra bombardeos de Debaltseve, eje ferroviario estratégico de la región oriental de Ucrania. Aquí, más de cien personas —niños y ancianos incluidos— se refugian de las bombas. A punto de entrar en vigor la medianoche del sábado el alto el fuego recién firmado, no habrá tregua cuando las fuerzas rebeldes apoyadas por Rusia traten de capturar la ciudad y cambiar de nuevo el trazado de la línea del frente del mapa del conflicto.
En las últimas semanas, los bombardeos y ataques indiscriminados con cohetes —táctica característica del conflicto ucraniano— se han intensificado drásticamente. La población civil de Debaltseve, ciudad de la línea del frente que sigue bajo control ucraniano, vive atemorizada. En esta localidad, las hostilidades estallaron a finales de julio de 2014, por lo que ya lleva soportando seis meses de bombardeos casi continuos. Pero los residentes dicen que las últimas semanas han sido el peor periodo de toda la guerra. Desde principios de enero, a los sufrimientos de la población se ha añadido una crisis humanitaria creciente. Se ha cortado el suministro eléctrico, ya no hay agua potable, y almacenes y mercados han cerrado.
En el duro invierno ucraniano, la vida en Debaltseve es casi imposible.
No obstante, como descubrí cuando visité la localidad la semana pasada, Debaltseve está lejos de estar vacío. En sótanos atestados de gente y llenos de camas, conocí a personas que esperaban sobrevivir a los combates quedándose bajo tierra. Dependían de la ayuda humanitaria para comer, recogían agua de sucios charcos, se acurrucaban bajo mantas y quemaban restos de madera para mantener el calor.
“Vivimos como los ratones –exclamó una mujer–, escondiéndonos bajo tierra en la oscuridad.”
Debaltseve tiene normalmente alrededor de 25.000 habitantes, pero en la actualidad quedan apenas unos miles. La mayoría huyó durante el verano, algunos incluso antes de que comenzaran los combates en la zona; otros se marcharon en otoño y ha habido un aumento drástico de las evacuaciones en las dos últimas semanas.
Pero incluso mientras algunos lugareños esperaban en fila a tomar un autobús que los llevara a un lugar seguro, otros afirmaban con firmeza que se quedaban.
“¿A dónde iríamos? –fue una pregunta que oí varias veces–. No tengo ningún lugar adonde ir.”
Entre las personas que se han quedado en Debaltseve están las más viejas, las más pobres y las más desesperadas, aferrándose a lo poco que tienen. La mayoría de los habitantes con dinero y opciones se fueron hace tiempo. Aunque vi algunas familias y niños de corta edad en la ciudad, eran mucho más numerosos los pensionistas, sobre todo las viudas, cuyos ingresos son muy limitados y tienen pocos ahorros.
“No queremos abandonar nuestra casa –dijo una mujer, explicando por qué se habían quedado ella y su esposo–. Es lo único que tenemos.” Pero la casa en cuestión había sido alcanzada por los bombardeos, tenía el tejado dañado y las ventanas rotas, y el matrimonio estaba viviendo en un refugio comunitario.
La muerte golpea a quienes se quedan con arbitrariedad aterradora. Anna Korennaya, una viuda de 50 años, salió una tarde para tratar de conseguir algo de agua y fue alcanzada por la metralla justo al salir del edificio.
“Estaba todo tranquilo –me contó un testigo del ataque con cohetes– y de pronto hubo una gran explosión. Me caí, corrí adentro y cuando salí, después de que terminase el ataque, encontré su cuerpo en el suelo.”
La madre de Korennaya, de 75 años, se quedó desolada y no tenía dinero para pagar los gastos del entierro. “No tenemos nada. Pagamos el entierro a crédito. Debemos dinero a los enterradores”, me dijo.
En las últimas semanas las muertes han seguido aumentando en Debaltseve. Lidia Tarakanova, de unos 50 años, murió por la metralla la semana pasada. Otras personas fallecidas recientemente son Leonid Tsymbal, de unos 50 años; Natalia Lipovskaya, de 59, y Alexander Bronitsky, de 37.
El director de la morgue en funcionamiento más próxima, situada en Artemovsk, dijo que estaba horrorizado por el número cada vez mayor de civiles muertos que veía. Entre las víctimas, contó, hay niños de un año, casi todos ellos muertos a causa de la metralla de los cohetes y morteros. También dijo que morían más ancianos por ataques al corazón, neumonía y otras enfermedades debido a la falta de medicamentos y a las dificultades para acceder a atención médica.
Muchas personas han huido a la estación de tren de la localidad de Sloviansk, donde vi a unos voluntarios que repartían comida caliente a evacuados de Debaltseve antes de que los reubicaran en otros pueblos y ciudades. Al lado, en una sala de espera abarrotada, la gente hacía fila para obtener billetes de tren gratuitos a Kiev y otros lugares.
“Nos están bombardeando: ayer fueron alcanzadas tres casas de mi calle –dijo una viuda de 76 años cuando le pregunté por qué se había ido–. Y en el último mes no hemos tenido agua, electricidad ni calefacción en nuestra casa. Hace demasiado frío para sobrevivir allí.”
Valentina Chaika, de 65 años, dijo que había vivido un mes en el sótano de su edificio antes de huir de la ciudad. “No quedan ventanas en mi apartamento”, explicó.
Como otras personas con las que hablé en Sloviansk, Valentina no sabía a dónde iba a ir. También se preguntaba cuándo podría volver y si podría hacerlo.
Dados los combates en curso, no está nada claro que la ciudad quede en condiciones de acoger a quienes regresen.