Una apacible mañana de sábado en Moscú: el tañido distante de las campanas de una iglesia ortodoxa y el rumor tenue del tráfico que atraviesa un puente cercano reverberan en torno a la plaza Bolotnaya, que está prácticamente desierta.
En la fugaz calidez de septiembre, los parterres florecen, los arcenes están bien cuidados y un grupo de turistas se afanan en tomar fotos en los extremos de esta agradable plaza arbolada, cercana al Kremlin.
Sin embargo, al igual que otras muchas cosas en la Rusia de hoy, las apariencias engañan. La supuesta tranquilidad de la plaza Bolotnaya no deja traslucir la importancia que ha tenido en el contexto de la creciente represión de las libertades básicas del país.
El 6 de mayo de 2012 se desarrolló una escena muy diferente en esta misma plaza.
Centenares de policías antidisturbios, equipados con trajes de camuflaje y cascos al estilo militar y empuñando porras, cargaron contra la multitud de personas, en su mayoría pacíficas, que se manifestaban en contra del gobierno; se habían congregado la víspera del polémico retorno del presidente Vladimir Putin al poder.
El uso excesivo e ilegítimo de la fuerza por parte de la policía dejó a decenas de personas con heridas sangrantes y contusiones. Otros cientos de ellas fueron detenidas.
Posteriormente se entablaron acciones penales contra una treintena de manifestantes. Las autoridades calificaron el acto mayoritariamente pacífico de “disturbios multitudinarios” para justificar la férrea respuesta policial y permitir que se presentaran cargos más graves contra los acusados.
Cuando en febrero de este año la gente volvió a echarse a las calles de Moscú y de otras ciudades rusas para protestar pacíficamente contra las injustas sentencias condenatorias de los juicios mediáticos de Bolotnaya, otros cientos de personas fueron detenidas y acusadas formalmente de participación en “concentraciones no autorizadas”.
Amnistía Internacional ha llevado a cabo una intensa campañasobre los juicios de algunos de los manifestantes de Bolotnaya, que han conmocionado a gran parte de la sociedad rusa y han horrorizado al mundo. Sin embargo, esos casos que ocupan los titulares son sólo la punta del iceberg de una estrategia más amplia de las autoridades destinada a aplastar la libertad de reunión y la libertad de expresión.
A continuación presentamos las historias de otras dos personas que se han visto atrapadas en la represión:
Kseniya Metrokhina, profesora universitaria muy animada de 50 años que ha sobrevivido a un cáncer, no se considera activista.
Se mantuvo al margen de las manifestaciones hasta finales de 2011, cuando vio en Facebook que las fuerzas de seguridad empezaban a reprimir a estudiantes y otras personas que protestaban en Moscú contra el presunto fraude electoral. Eran las mayores protestas de la historia reciente de Rusia.
Junto con su hija y otros vecinos, intentó ayudar a los estudiantes detenidos llevando bocadillos y agua a las comisarías de policía en las que estaban recluidos.
Cauta en un principio hacia los manifestantes, pero con curiosidad por saber más sobre ellos, pronto se vio atraída por el ambiente festivo y el espíritu de comunidad.
“Diría que no hay nada más fenomenal que formar parte de una comunidad,” afirmó. Le sorprendió descubrir que los manifestantes no eran una muchedumbre sin rostro, sino gente corriente como ella.
Kseniya hizo manualidades para expresarse en actos de arte performativo. En una ocasión, confeccionó pequeñas palomas de origami para distribuir entre la multitud. En otra, tiñó tallarines con los colores de la bandera rusa y, tocada con gran un gorro de cocinero, los distribuyó entre los transeúntes con tiras de papel de periódico: una forma de protesta contra las “mentiras” que, en su opinión, los medios de comunicación rusos estaban haciendo tragar a la gente.
El 6 de mayo de 2012, Kseniya y su hija estaban entre la muchedumbre que se encaminaba a la multitudinaria manifestación de oposición de la plaza Bolotnaya cuando vio centenares de policías antidisturbios y numerosos furgones policiales flanqueando las calles adyacentes y bloqueando algunas de las salidas. Contó que los cascos y el equipo antidisturbios que llevaban hacía que “parecieran astronautas”.
Kseniya y su hija ni siquiera llegaron hasta la plaza ese día porque la protesta fue dispersada violentamente y los convocantes fueron detenidos. Para entonces ya se había aficionado a las manifestaciones pacíficas, pero tuvo que mantenerse alejada de las calles durante un tiempo al detectársele un cáncer de pecho.
Una vez recuperada, volvió a verse impelida a protestar en público a principios de 2014 para mostrar su oposición a la provocación militar lanzada por Rusia contra Ucrania. Esto le valió su primera detención y su primer trayecto en furgón policial. Estaba entre los manifestantes pacíficos detenidos el 1 de marzo de 2014 por protestar ante un edificio federal contra una votación destinada a apoyar el despliegue de tropas rusas en Ucrania.
Un reportero progubernamental les preguntó por sus acciones antes de que los detuvieran y se los llevaran a la comisaría de la zona. Al no tener órdenes sobre qué hacer con los detenidos, la policía los dejó irse.
Este incidente no la amilanó y al día siguiente se sumó a una protesta contra la guerra mucho más numerosa celebrada en la plaza Manezhnaya, situada en el centro de Moscú, cerca del Kremlin, donde volvió a ser detenida y posteriormente enjuiciada.
Kseniya lamentaba la locura de las autoridades rusas en los últimos meses, que se ofuscan por sofocar la disidencia, especialmente en lo que concierne a la guerra de Ucrania: “Nuestra vida se ha vuelto muy triste y absurda”. Tras sus encontronazos con las autoridades, Kseniya es consciente del poco margen que existe para la libertad de expresión.
Evgeny Belyakov, activista de derechos humanos de 27 años oriundo de Vladivostok, ciudad situada en el extremo oriental de Rusia, también fue detenido dos veces en el espacio de unos días durante protestas pacíficas celebradas en Moscú.
El 21 de febrero de 2014, quería mostrar su apoyo a los manifestantes de Bolotnaya después de que un tribunal de Moscú dictase las sentencias condenatorias, en lo que Amnistía Internacional calificó de “el colmo de la injusticia”. Por ello, se dirigió hacia una concentración espontánea multitudinaria en las calles adyacentes a la sede del tribunal.
Cuando llegó, a media tarde, ya habían sido detenidas y trasladadas en furgones policiales centenares de personas por participar en una “concentración no autorizada”.
Evgeny no tardó en ir a parar al mismo lugar. Estaba simplemente caminando por la zona en busca de sus amigos cuando un agente antidisturbios se acercó a él y lo llamó drogadicto antes de detenerlo.
“Nunca llegó a identificarse ni dijo por qué me detenía,” explicó Evgeny.
Lo metieron a empujones en un furgón con decenas de hombres y lo llevaron a una comisaría de policía. Lo dejaron en libertad al cabo de tres horas, el límite legal para tales detenciones.
Al día siguiente, cuando Evgeny contó a dos vecinos el mal trago que había pasado, éstos le respondieron: “Deberías callarte y dejarte de manifestaciones, porque está empezando una guerra”. Uno de ellos estrujó el documento que le habían entregado a Evgeny en la policía y arrojó el papel al suelo.
El 24 de febrero, cuando los activistas de Bolotnaya fueron condenados, Evgeny volvió a sumarse a una concentración espontánea multitudinaria cerca de la Duma, el Parlamento ruso. Volvieron a ser detenidas centenares de personas, tanto allí como frente al tribunal.
“La policía empujaba a todo el mundo, incluso a los turistas. Dijeron que el metro estaba cerrado y que toda la zona estaba bloqueada”, relató Evgeny. Había gran expectación en el ambiente, si bien reinaba cierta confusión. De vez en cuando, alguien coreaba un eslogan político: “Libertad para los presos políticos”, llamamientos a la dimisión de Putin, cánticos de las manifestaciones del Euromaidan en Ucrania.
La policía empezó a escoger personas de entre la multitud y a meterlas en furgones policiales. Evgeny contó que él se encontraba cerca del líder opositor Alexei Navalny cuando a los dos los metieron a empujones en un furgón, junto con otros transeúntes, incluidos dos turistas letones. Alexei Navalny fue puesto bajo arresto domiciliario varios días después.
A Evgeny lo declararon culpable de participar en una “concentración no autorizada” y de corear eslóganes, y le impusieron una multa de 20.000 rublos (aproximadamente 525 dólares estadounidenses), el equivalente a un mes de alquiler de su casa. Evgueny rechaza los cargos y se niega a pagar la multa.
Evgeny parecía desconcertado por todo este asunto: “Es completamente arbitrario; da la impresión de que pueden detener a cualquiera. Uno se pregunta qué más podrán hacer. Parece que hay una interpretación totalmente libre de las leyes”.
Kseniya y Evgeny son tan sólo dos de los cientos de rusos que han sido víctimas de las crecientes restricciones impuestas por las autoridades al derecho a la libertad de reunión y de expresión. Sin embargo, sus historias ponen de manifiesto que la gente sigue dando un paso al frente para defender esos derechos.
Pese a que el margen para la libertad de expresión mengua a pasos agigantados, muchas personas en Rusia están expresando su opinión públicamente. Entre el 6 y el 12 de octubre, activistas de Amnistía Internacional mostrarán su solidaridad con ellas durante una semana de acción destinada a hacer saber a los dirigentes rusos que el resto del mundo no guardará silencio. Actúa e infórmate en www.amnesty.org/Speak-Out-Russia