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20 de febrero 2014
Por Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional
El hijo de Luisa fue visto por última vez con vida el año pasado cuando salía de su automóvil, a eso del mediodía, en el estado mexicano de Chihuahua, al norte del país.
Tres hombres llegaron hasta él a bordo de una camioneta blanca, desenfundaron sus armas, lo tiraron al suelo, le esposaron las manos a la espalda y lo metieron a empujones en el vehículo. Uno de ellos le quitó las llaves de su automóvil y se fueron en ambos vehículos.
Cinco meses después, Luisa no sabe qué ha sido de su hijo.
Tan pronto como desapareció, Luisa y su nuera intentaron desesperadamente hacer todo lo posible por encontrarlo. Denunciaron la desaparición a la Procuraduría General de Justicia (fiscalía) del estado de Chihuahua y visitaron todas las comisarías y los hospitales de la zona por si hubiera sido acusado de algún delito o estuviera ingresado.
En la Procuraduría, a Luisa le dijeron que examinarían las imágenes de cámaras de seguridad y analizarían los registros de los teléfonos móviles en busca de pistas sobre los captores. Desde entonces no ha sabido nada más. La familia, que se siente poco apoyada, vive en un estado de angustia y duelo continuo y sin una sola certeza que la consuele.
He pasado la mañana oyendo decenas de historias de familiares de los “desaparecidos” de México.
En algunos casos, han recibido los restos de sus seres queridos meses o años después.
Pero lo más frecuente, según cuentan, es que se queden con la angustia de no saber si están aún vivos.
El número de personas desaparecidas en México es asombroso. En un informe oficial filtrado justo antes de la subida al poder del presidente Enrique Peña Nieto se calculaba que al menos 25.000 personas habían sido secuestradas o estaban en paradero desconocido entre 2006 y 2012. Varios miles más han desaparecido en los primeros 14 meses de presidencia de Peña Nieto. Los estados septentrionales de Chihuahua, Coahuila y Nuevo León han sufrido especialmente tales secuestros en los últimos años.
En la mayoría de los casos no se sabe con claridad quién es el responsable de estos actos. Los hombres que secuestraron al hijo de Luisa, por ejemplo, iban vestidos de civil, conducían una camioneta sin distintivos ni placas de identificación y llevaban pistolas y rifles. Ningún testigo los ha identificado.
Cabe suponer que los cárteles de la droga de México son los responsables de algunas de estas desapariciones. Pero en muchos otros casos esa explicación no es satisfactoria. Como el hijo de Luisa, muchas víctimas son hombres y mujeres con familia y trabajo y sin conexión clara con la delincuencia organizada.
Lo terrible es que las circunstancias de algunos casos indican la complicidad, o incluso la participación directa, de la policía municipal, estatal o federal o de miembros de las fuerzas armadas. Tal implicación del Estado hace de estos actos algo más que meros secuestros: son desapariciones forzadas, crímenes de derecho internacional.
Si hay algún factor común en los informes minuciosamente recopilados por defensores de los derechos humanos y organizaciones de derechos humanos locales, éste es la escasa respuesta de las autoridades. De hecho, suelen reaccionar a los informes de desapariciones con indiferencia, cuando no con abierta hostilidad.
Es frecuente que se diga a las familias que esperen 72 horas antes de presentar la denuncia. Ese plazo de espera puede que tenga sentido en un caso normal de desaparición, pero no cuando se sospecha un secuestro.
Supimos de un caso en el que las autoridades insistieron en el plazo de espera de 72 horas aunque la esposa y el hijo de corta edad de la víctima habían sido secuestrados al mismo tiempo y liberados unas horas después. Según los informes, la esposa intentó convencer reiteradamente a los fiscales de que a su marido se lo habían llevado contra su voluntad.
En muchos casos, los funcionarios sugieren gratuitamente que las víctimas de secuestros están implicadas de un modo u otro en el narcotráfico, una afirmación que no sólo refleja una gran falta de sensibilidad, sino que también implica que la fiscalía está dispuesta a hacer la vista gorda ante un delito cuando cree que su víctima no merece la protección estatal.
Y cuando las autoridades abren investigaciones, suelen esforzarse muy poco para seguir pistas obvias.
Sin duda, la obligación del Estado es investigar, enjuiciar y castigar los actos delictivos. Cuando un Estado incumple esta obligación, está faltando a su deber de proteger a sus ciudadanos. Y cuando los funcionarios de ese Estado afirman reiteradamente, como hacen los de México, que las “conexiones” con la delincuencia organizada hacen imposible realizar una investigación minuciosa, no sorprende que la gente acuse al Estado de complicidad en los abusos.
Luisa y su nuera, aunque con dificultades, están aprendiendo a vivir con su pérdida. Sin embargo, para los nietos de Luisa está siendo mucho más difícil. Su nieta de ocho años se volvió retraída y ahora tiene problemas de conducta. “Al menos a ella podemos intentar explicárselo –dice Luisa–, pero ¿qué le digo a mi nieto de tres años cuando me pregunta cada noche por qué su padre lo ha dejado?”.
México debe hacer algo más por Luisa y por las decenas de miles de familiares de personas desaparecidas.
Para comenzar, debe desarrollar mecanismos rápidos y eficaces para buscarlas, recogiendo inmediatamente todas las pruebas disponibles. Debe aumentar la colaboración entre estados y agencias federales. Es urgente crear una base de datos nacional de personas desaparecidas y de restos humanos no identificados. México debe resolver la persistente inacción de los fiscales. Y debe investigar con especial diligencia cualquier informe que sugiera implicación de sus funcionarios en actos de desaparición.