Ahora que ha muerto el rey Abdulá bin Abdulaziz, de Arabia Saudí, la atención internacional se ha centrado, de nuevo, en el historial de derechos humanos de ese país de Oriente Medio, tan rico en petróleo.
“¿Cuál será el legado del rey Abdulá?”, parece preguntarse todo el mundo.
La respuesta no es simple.
Desde que ascendió al trono, en 2005, el rey Abdulá emprendió algunas reformas positivas.
Las mujeres, por ejemplo, han ido accediendo lentamente a la Asamblea Consultiva o Shura, (órgano sin capacidad decisoria que asesora al rey) y se han incorporando poco a poco al mundo laboral, hasta el punto de que se ha permitido a algunas de ellas trabajar como abogadas en los tribunales.
El difunto rey recibió elogios por la apertura de 12 nuevas universidades y por la concesión de generosas becas a miles de saudíes para estudiar en el extranjero. Asimismo, acometió reformas judiciales, en apariencia ambiciosas, aunque finalmente no se concretaron en nada.
Llegó incluso a ordenar la constitución formal de una Comisión Nacional de Derechos Humanos y permitió el establecimiento de organizaciones de derechos humanos supuestamente independientes.
Hasta aquí, las buenas noticias.
Sin embargo, pese a los avances de los últimos años, el historial de derechos humanos del país ha empeorado, y lo negativo supera con creces a lo positivo.
En concreto, el reciente de caso de Raif Badawi ejemplifica el deterioro de la situación de los derechos humanos en Arabia Saudí.
En mayo de 2014, Raif Badawi fue condenado a 10 años de prisión y 1.000 latigazos por haber creado en Arabia Saudí la “Red de Liberales Saudíes”, una página web de debates sociales y políticos, y acusado de insultar al islam.
El viernes, 9 de enero, recibió los primeros 50 latigazos, y, aunque posteriormente la flagelación se aplazó, Raif Badawi continúa padeciendo en prisión, y el castigo podría reanudarse en cualquier momento.
Su caso es solo un ejemplo documentado de la brutalidad del Estado saudí.
Durante el reinado del rey Abdulá, se ha intensificado la represión de la libertad de expresión. Todos los activistas de derechos humanos que se han hecho notar en el país han sido encarcelados o silenciados, o han terminado por huir del país. Cientos de ellos han sido encarcelados por “delitos” tales como utilizar las redes sociales para debatir sobre derechos humanos o por “insultar al rey”.
Durante el reinado del rey Abdulá, cientos de personas han sido decapitadas, y varios cientos más, condenadas a muerte. Además, las mujeres han seguido sufriendo una grave discriminación, tanto en la ley como en la práctica, con normas tan arcaicas como la prohibición de conducir o el profundamente discriminatorio sistema de tutela, por el que las mujeres necesitan autorización de un familiar varón para trabajar, acceder a la educación superior y viajar. Tampoco se permite, ni a la ciudadanía saudí ni a los extranjeros practicar libremente ninguna religión, salvo la versión del islam suní sancionada por el Estado. Por su parte, la tortura sigue siendo generalizada.
Pero la lista de violaciones no termina aquí.
En febrero de 2013, el país aprobó una represiva ley antiterrorista que, de hecho, legaliza la represión.
Y es que la definición de “actos terroristas” que se incluye en ella es tan imprecisa, que es posible invocarla para castigar actos de pacíficos de libertad de expresión.
Además, la ley en cuestión concede al Ministerio del Interior facultades para ordenar registros y confiscaciones, así como detenciones y reclusiones de personas consideradas sospechosas, con escasa o nula supervisión judicial. Así, esta ley se ha utilizado para atacar a mujeres conductoras, a profesionales del derecho, a activistas de derechos humanos y a otras personas por el mero hecho de expresar de forma pacífica sus ideas.
En la actualidad, se puede recluir a sospechosos durante periodos de hasta 90 días, sin permitirles ningún contacto con el mundo exterior, salvo una única llamada telefónica a sus familias, pero sin la posibilidad de ver a un abogado, con lo que quedan más expuestos aún a actos de tortura.
No es difícil imaginar lo sencillo que resulta utilizar todo esto para castigar indebidamente a activistas pacíficos.
Arabia Saudí tiene aún un largo camino por recorrer si lo que pretende es ser considerado un país respetuoso con los derechos humanos básicos.
No obstante, lo que parece claro es lo mucho que el nuevo rey Salman bin Abdulaziz Al Saud –sucesor del rey Abdulá– puede y debe hacer para enmendar algunas de estas equivocaciones.
Dejar en libertad a quienes estén en prisión sólo por haber expresado pacíficamente sus opiniones, revisar en profundidad la ley antiterrorista, erradicar la discriminación contra las mujeres y las minorías y poner fin a las ejecuciones y a la tortura y las penas crueles, como la flagelación, serían buenos pasos para empezar a caminar.