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“Nos han arruinado la vida”, dice Nadia, mientras abraza a sus dos hijas, tan sólo unas niñas. “Intento ser madre y padre para mis hijas, pero es muy difícil. Echamos de menos a Ahmed y tememos por él.”
Ahmed lleva casi un año y medio sin pisar su hogar en Chipre. En lugar de eso, se consume en una cárcel húngara tras haber sido condenado a 10 años de prisión por cargos absurdos y exagerados de “terrorismo”.
En agosto de 2015 recibió una llamada telefónica de sus ancianos padres, en Siria. Había habido una pausa en los bombardeos de su localidad, y se iban a poner en camino para tratar de llegar a Europa con el hermano, la cuñada y los sobrinos y sobrinas de Ahmed. Ahmed partió hacia Turquía para ayudarles a hacer el viaje. Sin embargo, tras unos enfrentamientos con guardias de fronteras en Hungría, en los que Ahmed habló por un megáfono y arrojó algunas piedras, fue detenido y acusado de un “acto de terrorismo”.
El caso de Ahmed pone de manifiesto el impacto de la draconiana legislación antiterrorista que se ha introducido a velocidad de vértigo en Hungría. Las nuevas leyes allí promulgadas conceden amplios poderes al ejecutivo en caso de que se proclame una emergencia; esos poderes incluyen la prohibición de reuniones públicas, severas restricciones a la libertad de circulación, y congelación de bienes. Unas disposiciones vagamente definidas otorgan el poder de suspender leyes y acelerar la promulgación de otras nuevas, así como desplegar al ejército con armas de munición real para sofocar disturbios.
Pero no es sólo Hungría el que ha introducido estas medidas. De hecho, un nuevo informe de Amnistía Internacional que examina 14 países de la UE ha concluido que, en los últimos dos años, se ha promulgado una oleada de nuevas leyes que están sumiendo a Europa en un profundo y peligroso estado de “securización” permanente. Las salvaguardias que tanto ha costado establecer –los mecanismos de derechos humanos y los controles y equilibrios cuidadosamente construidos a lo largo de muchas décadas– están siendo desmanteladas.
Tras los terribles atentados de París, Francia declaró el estado de excepción. En aquellos momentos era una medida temporal para garantizar la seguridad pública. Sin embargo, ya lo ha renovado cinco veces, con una serie de medidas intrusivas que se han integrado en la ley francesa. Esas medidas incluyen el poder de prohibir manifestaciones, llevar a cabo registros sin orden judicial y restringir severamente la circulación de personas. La policía francesa ha estado haciendo un uso indebido de estos poderes: por ejemplo, ha puesto bajo arresto domiciliario a activistas medioambientales en vísperas de la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático celebrada en 2015.
La nueva ley antiterrorista de Polonia cimenta de forma permanente una serie de poderes draconianos –que incluyen medidas desproporcionadas contra personas de ciudadanía extranjera–, y numerosos países de la UE se han unido a las filas de los “Estados vigilantes”. Muchos países han aprobado nuevas leyes que permiten una vigilancia masiva indiscriminada y otorgan atribuciones invasivas a los servicios de seguridad e inteligencia.
Las medidas discriminatorias han afectado de manera desproporcionada y profundamente negativa a la población musulmana, las personas de ciudadanía extranjera o las personas consideradas musulmanas o extranjeras. Las actuaciones discriminatorias del Estado y sus agentes se consideran cada vez más “aceptables” en el contexto de la seguridad nacional.
Las personas migrantes y refugiadas, los defensores y defensoras de los derechos humanos, los activistas y los grupos minoritarios han sido blanco especial de los ataques de los nuevos poderes, mientras el establecimiento de perfiles —basados frecuentemente en estereotipos— conducía directamente al uso indebido de leyes que definen el terrorismo de manera muy vaga. Tan sólo la semana pasada, Hungría pidió la detención automática de las personas solicitantes de asilo a causa del “aumento de la amenaza terrorista y del riesgo para la seguridad”.
Aunque nuestras fuerzas de seguridad deben tener poder para buscar a quienes cometen actos delictivos y llevarlos ante la justicia, las medidas tomadas para combatir el terrorismo deben ser proporcionadas. Deben respetar los derechos de todas las personas, y no deben ser discriminatorias. Deben fundamentarse en un trabajo policial específico y basado en sospechas, no en una vigilancia excesiva y en unas operaciones discriminatorias.
En algunos ámbitos existe una tendencia a ver los derechos como obstáculos a la lucha contra las amenazas a la seguridad. En realidad, los derechos humanos sirven a dos propósitos fundamentales que son ahora más importantes que nunca. En primer lugar, preservar los derechos individuales, y en segundo lugar, actuar como garantes de la cohesión social en las sociedades compuestas por una multiplicidad de identidades y diferencias.
Está claro que la amenaza del terrorismo suscita en la gente un temor real, pero debemos tener cuidado de no sacrificar grandes áreas de nuestros derechos y libertades en aras de la lucha contra el terrorismo. No se trata sólo de salvar vidas, sino también de salvaguardar nuestra forma de vida. Y la función de los gobiernos es proporcionar seguridad para que la gente pueda disfrutar de sus derechos, no privar a la población de esos derechos con el pretexto de defenderlos.
Días después de la muerte de su esposa en la sala Bataclan de París, Antoine Leiris escribió una carta abierta a los asesinos. “Queréis que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con sospecha, que sacrifique mi libertad por la seguridad”, escribió. “Habéis fracasado. No cambiaré.”
Hay que ser muy fuerte para responder de esa manera a la violencia y el odio, pero la respuesta de Antoine Leiris es un oportuno recordatorio de que una sociedad que no respeta y protege los derechos es una sociedad que se ha rendido al miedo. Tal como Ahmed, Nadia y sus hijas han averiguado a su costa, las consecuencias de esa rendición, cuando se produce, pueden ser terribles.