Por Fernanda Doz Costa, Investigadora de Amnistía Internacional sobre derechos sociales, económicos y culturales en las Américas
Una joven llega inconsciente al hospital tras haber sufrido una pérdida y despierta esposada a la cama. Otra mujer, que vive con VIH, acude al hospital público a dar a luz y vuelve a casa esterilizada contra su voluntad. Una joven de 16 años muere sin haber recibido tratamiento contra la leucemia que podría haberle salvado la vida, porque estaba embarazada y el tratamiento hubiera dañado al feto. En otro rincón de las Américas, una mujer todavía sufre las consecuencias de una esterilización forzada que el estado le practicó como una forma de “combatir la pobreza”.
Los servicios de salud sexual y reproductiva en las Américas se parecen cada vez más a centros de tortura.
La vida de millones de mujeres y niñas de toda la región están a la merced de sistemas de asistencia a la salud que anteponen los estereotipos de género y las opiniones personales de los profesionales de la salud o los funcionarios de turno a la vida y el bienestar de las pacientes.
Tania, una mujer chilena, es una sobreviviente de este sistema. Cuando fue diagnosticada con cáncer, los médicos que la atendieron recomendaron que comenzara un tratamiento de quimioterapia de manera inmediata para salvar su vida. Pero había un problema: Tania estaba embarazada y para comenzar el tratamiento necesitaría un aborto.
El aborto está terminantemente prohibido en Chile, aun cuando la vida de una mujer depende de ello. La prohibición se basa en una ley de 1989 cuando Augusto Pinochet todavía dictaba las vidas de todas las personas que habitaban el país sudamericano. Ninguno de los médicos que trataron a Tania consideraron lo que ella necesitaba para sobrevivir.
Tania no tuvo otra opción que acudir a un aborto clandestino que afortunadamente salió bien. Muchas otras mujeres mueren en este intento al no tener los recursos necesarios para acudir a clínicas seguras.
“Nunca me vieron como una persona. Me vieron como una incubadora, alguien que puede traer hijos a este mundo. Y después no importa si yo lo voy a criar o no, si me voy a morir, si va a pasar hambre, a ellos no les importa,” Tania nos dijo recientemente.
Otra sobreviviente de este violento sistema es Michelle. En 2014, con 23 años, Michelle acudió a un hospital de Veracruz, México, para controles de su embarazo. A partir del cuarto mes, cuando detectaron que ella es portadora de VIH-SIDA, todo el trato que recibió fue discriminatorio y violento. Cuando programaron la cesárea para dar a luz, el médico le dijo que debía ser esterilizada para no traer “más hijos enfermos a este mundo”. A pesar de existir numerosa evidencia científica que indica que con tratamiento adecuado el riesgo de transmisión de madre a hijo/a es mínimo, el médico la humilló y la obligó. Ella nunca consintió a la esterilización pero se la practicaron de todas maneras.
Tania y Michelle son algunas de las historias recogidas en un nuevo informe de Amnistía Internacional. Este informe documenta a través de casos paradigmáticos de ocho países un patrón sistemático en toda la región: estos mismos Estados que cada 8 de marzo se comprometen discursivamente a luchar por la equidad de género, se han convertido en aparatos reproductores de violencia contra las mujeres.
Los Estados reproducen la violencia cuando a través de sus leyes, políticas públicas y prácticas sobre salud sexual y reproductiva imponen violentamente estereotipos tales como “toda mujer debe ser madre sin importar las consecuencias para su salud o vida” o “si vives en la pobreza o con VIH no tienes derecho a tener los hijos que quieras”. Al hacerlo lo que están diciendo es: en este Estado se legitima y hasta se promueve la discriminación contra las mujeres; que es la base de toda violencia de género.
La centralidad que tiene esta problemática en la región y lo fuertemente arraigados que están estos estereotipos de género han sido reafirmados al inicio de este año, con la emergencia sanitaria en torno al virus Zika y las respuestas absurdas y discriminatorias que han dado algunos gobiernos.
¿Acaso alguien ha escuchado a algún funcionario público de la región llamar a los hombres a dejar de tener sexo para evitar los posibles embarazos, con la misma liviandad con la que llaman a las mujeres a evitarlos? El embarazo sigue siendo una responsabilidad, una obligación y un problema exclusivamente femenino para el imaginario popular.
En una región donde más de la mitad de los embarazos son no deseados, por barreras que los propios Estados no han sabido o querido superar; que van desde la violación sexual hasta la demanda insatisfecha de anticonceptivos modernos; no sabemos si la recomendación a las mujeres a no embarazarse era una broma de muy mal gusto o un insulto.
Lo que sí sabemos es que hasta que no acabemos con la discriminación tan arraigada y tan evidente en los ámbitos de la sexualidad y la reproducción, los Estados no dejarán de ser “aparatos reproductores de violencia contra las mujeres” y la lucha por la igualdad sustantiva no será más que una utopía.
Las soluciones a tan enraizados problemas no son sencillas, pero los estados no pueden continuar ignorando una de las peores, y más invisibles, crisis de derechos humanos de la región.
La alternativa es, simplemente, demasiado terrible para siquiera ser contemplada.