De Chiara Liguori, Haiti researcher at Amnesty International
Hace menos de una semana, el 7 de febrero, un presidente nuevo tomó posesión del cargo en Haití. Pero hay un problema: Haití no tiene nuevo presidente.
Las relaciones entre la oposición y el Tèt Kale, partido del presidente Michel Martelly, fueron tensas durante prácticamente todo el mandato de éste. Pero alcanzaron niveles sin precedentes tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el 25 de octubre. Como consecuencia, la segunda vuelta, prevista para el 27 de diciembre, se aplazó en dos ocasiones y ya ni siquiera hay fijada una fecha.
Las imágenes incesantes de protesta callejera, con sus altos índices de personas heridas y bienes dañados, así como los informes sobre uso excesivo de la fuerza por la policía contra manifestantes, reflejan una situación verdaderamente preocupante mientras la población haitiana intenta superar este “limbo” de liderazgo. Algunas personas influyentes han llegado a amenazar con arrastrar al país a una guerra civil.
Pero, más allá de las costas haitianas, esta nueva crisis política no ocupa primeras páginas de informativos prácticamente en ninguna parte. El mundo está tan acostumbrado a ver a Haití sumido en el caos político que, o no lo considera noticia o, por desgracia, ha perdido toda esperanza en el futuro del país.
Cuando en 2010 un devastador terremoto sacudió Haití, causando la muerte de más de 200.000 personas y el desplazamiento de un millón más, los problemas estructurales e institucionales profundamente arraigados en el país quedaron expuestos a la vista de todo el mundo.
Han pasado seis años pero estos problemas no han desaparecido. El Estado haitiano sigue siendo completamente incapaz de proporcionar vivienda a las más de 60.000 personas que, según cálculos, permanecen atrapadas en campos de desplazamiento en condiciones lamentables. Debido a las precarias infraestructuras y la falta de acceso a asistencia médica de calidad, la epidemia de cólera desatada en 2010 sigue afectando a muchos miles. Y los centenares de personas haitianas y sus descendientes nacidos dominicanos que han sufrido expulsión de la República Dominicana o devolución desde allí tras recibir amenazas viven actualmente en campamentos improvisados en la frontera sin servicios básicos como agua limpia y saneamiento.
Gran parte de esta situación se debe a la clase política haitiana, que prefiere centrar sus energías en luchas intestinas por el poder en lugar de atender las imperiosas necesidades de la población haitiana. Lo que, junto al mal funcionamiento del sistema judicial, permite que los responsables de los numerosos problemas del país, incluidas decenas de abusos contra los derechos humanos, queden impunes.
Nada de todo esto es nuevo. Pero la crisis política actual podría ser la gota que colma el vaso, y hacer retroceder al país varias décadas.
La clase política haitiana prefiere tener al país como rehén en esta crisis electoral, y con ello está poniendo en grave peligro la vida y los derechos humanos de millones de personas en Haití.
Es imprescindible impedir que el país se suma en una crisis aún más profunda, y tanto los actores políticos haitianos como la comunidad internacional deben actuar en consecuencia. El respeto, la protección y la realización de los derechos humanos en Haití deben estar en la base de toda medida que adopten.
El devastador terremoto de Haití, como catástrofe natural, era inevitable. Pero esta crisis actual podía haberse evitado, y ahora la solución pasa necesariamente por situar en primer término los derechos humanos de todas las personas bajo su jurisdicción.
Lo que Haití necesita es que los agentes políticos empiecen a abordar los retos que afronta el país en materia de derechos humanos. Hay soluciones posibles, pero ninguna es simple. Para unas se necesitan recursos económicos; otras sólo requieren voluntad política.
Entre otras muchas medidas concretas que Haití debe adoptar para hacer avanzar al país, urge invertir más recursos para facilitar el acceso a alojamiento adecuado de las personas a las que el terremoto dejó sin techo, entre otras cosas transformando los campamentos de desplazados internos en barrios decentes con plenos servicios, como agua limpia y electricidad.
Las reformas estructurales que deben acometerse, como la construcción de infraestructura de saneamiento y suministro de agua y la mejora del acceso a asistencia médica de calidad, deben beneficiar a las personas más afectadas por la crisis de cólera, incluidas las que han sido devueltas desde la República Dominicana.
Estas iniciativas deben financiarse tanto con fondos existentes en Haití, mediante una profunda revisión de sus presupuestos, como con fondos procedentes de la comunidad internacional, que, aunque ya se ha comprometido a dotar de fondos un plan de Haití y la ONU para erradicar el cólera concebido en 2012, por ejemplo, aún no ha aportado nada.
Las soluciones para otros problemas graves que afronta Haití están exclusivamente en manos de los políticos. En su mano está, por ejemplo, garantizar la recomposición de la fallida judicatura del país.
Reformar íntegramente el sistema judicial –para que, entre otras cosas, incluya un nuevo proceso de selección y evaluación de jueces que sea imparcial y eficaz–, poner abogados defensores competentes a disposición de las personas que carecen de recursos para pagar sus servicios y acortar el periodo de reclusión antes de la comparecencia ante el juez o del juicio, serían medidas iniciales muy positivas para garantizar justicia efectiva para todas las personas.
La clase política tiene que dejar de confiar en la extrema resistencia de la población haitiana. A partir de ahora deben centrar todos sus esfuerzos en la búsqueda de soluciones reales para el catálogo infinito de problemas sobre derechos humanos que afectan al país.
No hacerlo sólo servirá para hacer retroceder al país varias décadas.