Josefina Salomón, redactora de noticias de Amnistía Internacional México @josefinasalomon
Fue el día más duro de su vida.
La mañana del 5 de septiembre de 2010, Mirna Solórzano esperaba de pie ante un avión de carga en el aeropuerto de San Salvador, mientras observaba cómo los soldados descargaban un féretro. Decían que contenía los restos mortales de su hija Glenda.
La muchacha, de 23 años, había sido asesinada junto a otros 71 hombres y mujeres en la ciudad mexicana de San Fernando, en Tamaulipas (cerca de la frontera con Texas), unas semanas antes, el 22 de agosto.
La mayoría intentaban cruzar México con la esperanza de llegar a Estados Unidos y encontrar un trabajo que les ayudase a mantener a los familiares que se habían quedado en sus países de origen. Pero es sabido que ese viaje es uno de los más peligrosos del mundo, pues a quienes lo emprenden con frecuencia les esperan secuestros, torturas o la muerte.
Haciendo un esfuerzo por mantener la calma, Mirna se llevó el ataúd a casa, donde la esperaban sus familiares para decidir qué hacer a continuación.
Las autoridades advirtieron a Mirna que no abriese el féretro. Le dijeron que podía contraer una enfermedad grave y morir. Le aconsejaron que lo enterrara lo antes posible. Que siguiera con su vida.
Pero Mirna tenía serias dudas de que los restos que había en aquel cajón de metal gris perteneciesen a su hija.
“Tenía que verlo con mis propios ojos, así que abrí el ataúd y no era ella, no era mi hija. No había nada suyo en ese cajón, ni su ropa, ni sus zapatos, nada. Nos limitamos a cerrar el cajón y nos quedamos allí sentados, sin saber qué hacer”, contó.
Al día siguiente, Mirna llevó el féretro al cementerio de su localidad. Le puso una placa sin nombre y decidió que no descansaría hasta que encontrase a su hija.
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Mirna vio a Glenda por última vez la tarde del martes 10 de agosto de 2010 cuando la joven se marchaba de casa, en el departamento de La Libertad (El Salvador), llevándose las escasas pertenencias que podía acomodar en una mochila pequeña.
Glenda tenía un plan.
Pagó a un traficante para que la ayudara a cruzar la frontera con México. A partir de ahí, Glenda tendría que arreglárselas para llegar a Estados Unidos.
“Le dije que no lo hiciera, que la ruta era demasiado peligrosa, pero ella quería ayudarnos. Yo ganaba sólo cuatro dólares al día vendiendo café y pan, y no era suficiente para mantenernos. Glenda sólo quería ayudarnos”, explicó Mirna.
A los cuatro días de salir de La Libertad, Glenda llamó a su madre para decirle que estaba en México.
“Mamá, estoy aquí y estoy bien. Cuídate mucho”, su voz se percibía tenuemente por la línea.
Mirna sintió alivio.
Poco sabía entonces que esa breve conversación sería la última que mantendría con su hija.
Pasada una semana sin recibir noticias, Mirna empezó a sentir que algo iba terriblemente mal.
El 26 de agosto, funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores salvadoreño se presentaron en su casa y le dijeron que creían que Glenda había muerto en una matanza perpetrada en México.
Un mes después, la llevaron a la capital para tomarle una muestra de ADN y, al día siguiente, confirmaron que los restos pertenecían a su hija.
“Fue el momento más duro de mi vida. Una señora me abrazó y se limitó a decirme: ‘Siento que sea su hija’. Todo era muy raro porque al día siguiente de tomar la muestra de ADN ya me estaban confirmando que se trataba de mi hija. Hasta yo sé que eso no es posible.”
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Mirna habla de su hija mayor como si fuese a entrar en la sala de estar en cualquier momento. Mientras no tenga pruebas contundentes de que su hija murió en San Fernando, Mirna insiste en que Glenda no está muerta.
Ha pasado los años siguientes llamando a todas las puertas que pudieran ayudarla a averiguar qué le había ocurrido a su hija y a quién pertenecían los restos mortales que había enterrado en el cementerio.
En marzo de 2014, las autoridades mexicanas cedieron por fin. Accedieron a recibirla en Ciudad de México y a entregarle una vieja caja de cartón con objetos personales, entre ellos el carné de identidad de Glenda. Dijeron que eso sería prueba suficiente.
Mirna pensó que le gastaban una broma cruel.
Exigió que se exhumara el cadáver al que ella había dado sepultura en El Salvador y que un grupo de forenses independientes realizara un nuevo examen de ADN.
Las autoridades se han avenido a efectuar nuevos exámenes, pero todavía no se ha fijado una fecha.
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La ruta que Glenda emprendió para llegar a Estados Unidos, con la esperanza de encontrar un futuro mejor para ella y su familia, es una de las más peligrosas del mundo.
Según la Organización Internacional para las Migraciones, hacen ese viaje cada año unos 150.000 hombres, mujeres y niños, aunque las organizaciones de la sociedad civil afirman que la verdadera cifra posiblemente sea mucho más elevada.
La mayoría de ellos proceden de América Central, y huyen de la pobreza y la violencia constante.
En el camino, cientos de ellos caen víctimas de bandas criminales que los secuestran para pedir rescates, los torturan, obligan a las mujeres a prostituirse o los matan. Muchos están en paradero desconocido, y nunca se los vuelve a ver, mientras que otros han muerto en el desierto de Estados Unidos.
Según cifras oficiales del Instituto Nacional de Migración de México, entre 2013 y 2014 se multiplicaron por 10 los secuestros de migrantes, pues en 2013 se registraron 62 denuncias y en 2014, 682.
Se sabe que las fuerzas de seguridad han actuado en connivencia con las bandas criminales.
Sucesivos gobiernos mexicanos han optado por un enfoque de “mirar hacia otro lado” ante los horrores que sufre la gente que cruza el país.
El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha fallado estrepitosamente a la hora de asegurar que se investigan debidamente estos crímenes brutales.
En 2013, México estableció una comisión forense, compuesta por representantes gubernamentales, expertos forenses independientes, organizaciones de derechos humanos y familiares de los migrantes desaparecidos. Aunque se trata de un paso en la dirección correcta, las investigaciones emprendidas por los organismos del Estado siguen siendo lentas y los autores de los secuestros, homicidios y desapariciones casi nunca comparecen ante la justicia.
Por el contrario, los familiares de los desaparecidos –en su mayoría familias de escasos recursos que viven en zonas rurales de El Salvador, Honduras y Nicaragua– se ven obligados a emprender una cruel procesión por ministerios y oficinas de México y de sus propios países de origen, en busca de respuestas que nunca llegan. Muchos tienen que costearse el viaje de sus propios bolsillos, y la mayoría ni siquiera puede permitirse esos gastos.
Transcurridos cinco años desde la desaparición de Glenda, Mirna ha consentido en ponerle nombre a la tumba al enterrar la caja que le habían entregado.
Ahora la placa pone GMS, las iniciales de Glenda, pero Mirna insiste en que no es su hija la que está enterrada en ese lugar.
“En cinco años, no he sido capaz de llevar flores allí. Hasta que tenga pruebas, seguiré buscándola,” afirmó Mirna.