De Carolina Jiménez, Americas Deputy Director for Research at Amnesty International.
“Oren por mi”
Esas fueron las últimas palabras que Eva Nohemi Hernández Murillo le dijo a su madre, Elida Yolanda, a través de una línea de teléfono que no funcionaba bien, la noche del 22 de Agosto de 2010.
La mujer de 25 años, originaria de Honduras, estaba por subirse a una camioneta que, esperaba, la llevaría, junto a otros 72 mujeres y hombres, a cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos.
Eva Nohemi quería llegar a la que para ella era la “tierra prometida” y encontrar un trabajo que le diera suficiente dinero para mantener a sus padres y tres pequeños hijos en El Progreso, Honduras. Pero ni ella ni sus compañeros de viaje, con excepción de uno, lograron llegar.
Dos días después de aquella llamada, cuando Elida se sentó en su living a ver las noticias de la noche, sus peores pesadillas se convirtieron en realidad.
La imagen de los cuerpos sin vida de los 72 hombres y mujeres llenaron la pantalla – las víctimas de lo que luego se conoció como la primera masacre de San Fernando. Elida reconoció la ropa que llevaba una de las víctimas como la de su hija.
“Al día siguiente compramos los diarios para ver si podíamos confirmar por fotos que era ella. Yo sentí que era ella pero no estaba segura, nadie quiere ver a su hija en ese estado,” dijo Elida.
La única información que se conoce sobre los eventos que terminaron en la masacre vienen del testimonio de su único sobreviviente – quien desde entonces vive atemorizado por las amenazas de muerte que ha recibido.
Elida no tenía suficiente dinero para viajar a Tegucigalpa, la capital de Honduras, a exigir más información o acción por parte de la embajada de México allí. Nadie la contactó tampoco.
Fue sólo cuando una organización de derechos humanos se acercó a la familia que las investigaciones comenzaron a tomar cauce.
Pero no fue hasta que pasaron otros dos agonizantes años que Elida recibió una llamada de la embajada de México en Tegucigalpa con la confirmación de que Nohemi estaba muerta.
“Estaba en shock. Yo sospechaba que era ella pero nunca quieres aceptar que tu hija está muerta. Tal como Eva Nohemi, hay gente que muere en ese camino todo el tiempo. Todo lo que pido es justicia para que esto no vuelva a ocurrir,” dijo, agitada.
Elida no está sola.
La masacre de San Fernando, que tuvo lugar hace cinco años hoy, proporciona un vistazo a una alarmante crisis que ha estado teniendo lugar por años.
Bandas criminales, algunas de las cuales se cree trabajan en colaboración con autoridades locales Mexicanas, atacan a los migrantes en el camino. Muchas mujeres son secuestradas y traficadas como trabajadoras sexuales. Los hombres son torturados y muchos secuestrados.
Muy pocos llegan hasta la frontera sin haber sufrido abusos a los derechos humanos y muchos desaparecen en el camino y nunca más son vistos.
Las alarmantes cifras sólo comienzan a contra la historia.
Seis meses después de la masacre de San Fernando, se encontraron otros 193 cuerpos en 47 fosas comunes en la misma ciudad. Un año más tarde, se encontraron 49 torsos presuntamente pertenecientes a los cuerpos de migrantes indocumentados, en la ciudad de Cadereyta, en el estado vecino de Nuevo León.
En el 2013, una comisión forense compuesta de familiares de los migrantes, organizaciones de derechos humanos, antropólogos forenses y oficiales del gobierno, comenzaron a identificar los restos de las víctimas de estas masacres.
De acuerdo a cifras oficiales del Instituto Mexicano de Migración, entre 2013 y 2014, los secuestros de migrantes aumentaron diez veces, con 62 reportados en el 2013 y 682 en el 2014.
Las autoridades Mexicanas no dudan en culpar a las poderosas bandas criminales de los abusos, ignorando la evidencia que las fuerzas de seguridad locales también juegan un rol en los secuestros y asesinatos.
Pero los desaparecidos de México son invisibles.
O al menos las autoridades miran hacia otro lado. Mientras tanto, las historias de muerte y sufrimiento continúan aumentando.
Unos días después de la masacre de San Fernando, el entonces presidente Mexicano Felipe Calderón prometió implementar un plan coordinado para detener los secuestros y asesinatos de migrantes.
Cinco años más tarde, hay poca evidencia de que algo se hizo.
El actual presidente de México, Enrique Peña Nieto, eligió una estrategia de seguridad por sobre una solución de derechos humanos a la crisis de migración que sufre el país.
En una reciente visita a Washington, no dudó en felicitar al presidente Barack Obama por su plan para proteger a millones de migrantes indocumentados que viven en Estados Unidos de la posibilidad de ser deportados, describiéndolo como un “acto de justicia”. Al mismo tiempo, hay hecho poco para combatir los abusos contra migrantes que tienen lugar en su propio país.
Es claro que no hay formulas mágicas para resolver esta compleja maraña de crimen, drogas y violencia, pero definitivamente hay mucho más que las autoridades mexicanas pueden y deben hacer para acabarla.
Comprometer más y mejores recursos para llevar a cabo investigaciones efectivas sobre estas masacres y proveer de protección a los miles de migrantes que cruzan el país son dos medidas que no pueden demorarse más.
Ponerlas en práctica enviará el fuerte mensaje que las autoridades mexicanas quieren justicia para los migrantes. Ya todos conocemos las consecuencias de no hacer suficiente.