Para quienes trabajamos activamente para lograr el fin de la pena de muerte –la forma más extrema de pena cruel, inhumana y degradante– las últimas semanas han sido una sucesión de buenas y malas noticias.
Desde el viernes 19 de diciembre, seis personas han sido ejecutadas en Pakistán, y ayer, día 22, el gobierno anunció que hasta 500 personas más podrían ser llevadas al patíbulo tras anular la moratoria sobre la pena de muerte que venía observando desde hacía dos años.
La justificación: respuesta al espeluznante ataque contra una escuela para hijos de personal militar en Peshawar en el que perecieron al menos 142 personas, 132 de ellas niños y niñas.
No cabe duda de que el nivel de los ataques de los talibanes es atroz, pero esta vez no han podido caer más bajo. Sin embargo, la respuesta del gobierno de Pakistán es cínica y peligrosa: alardear de que se es duro en la lucha contra el crimen matando a más personas nunca ha sido la respuesta a la violencia.
Se trata de una perspectiva muy preocupante que ha llevado a Amnistía Internacional y a otras personas y entidades a pedir que se ponga fin de inmediato a esos planes. Pakistán debería más bien centrarse en garantizar una protección mayor a la población civil del noroeste del país, donde la violencia es una realidad cotidiana.
Resulta irónico que la actuación del gobierno paquistaní vaya contra la tendencia mundial. La semana pasada, el 19 de diciembre, hubo motivos para la celebración. Fuimos testigos de cómo la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York aprobó por abrumadora mayoría una resolución en la que se pedía una moratoria universal de las ejecuciones como primer paso hacia la abolición de la pena de muerte.
Era la quinta vez, desde 2007, que se presentaba ante la Asamblea General una resolución similar, y el número de países que este año votaron a favor –117 de los 193 Estados miembros de la ONU– fue el máximo jamás registrado.
Aunque las resoluciones de la Asamblea General no son legalmente vinculantes, su peso moral y político es muy importante. Esta votación confirmó lo que Amnistía Internacional y otras entidades vienen diciendo desde hace mucho tiempo: la pena capital es una práctica del pasado, y los pocos países que todavía siguen ejecutando a personas son una minoría cada vez más aislada, completamente al margen del resto del mundo.
Sin embargo, pese a esta abrumadora tendencia mundial, Pakistán no es el único país que no capta el mensaje.
El fin de semana del 20 y 21 de diciembre se recibieron alarmantes noticias desde Jordania, donde el gobierno –sin aviso previo– ejecutó a 11 personas que habían sido condenadas a muerte. Se trataba de las primeras ejecuciones llevadas a cabo en el país desde la moratoria que se venía observando desde hacía ocho años.
Y aún tenemos que seguir preparándonos para recibir más noticias negativas antes de que concluya en año. En Indonesia, el nuevo presidente, Joko “Jokowi” Widodo, ha rechazado la última petición de indulto para varias personas condenadas a muerte, seis de las cuales –de ellas al menos cuatro narcotraficantes– pueden ser ejecutadas en cualquier momento. Se trata de un hecho doblemente lamentable, puesto que Jokowi asumió el poder tras una campaña en la que prometió que los derechos humanos serían para él una prioridad.
Asimismo, es probable que en Japón se lleven a cabo nuevas ejecuciones antes de que acabe el año, del mismo modo que se observan preocupantes indicios en Trinidad y Tobago, donde según los informes la primera ministra, Kamla Persad-Bissessar, trabaja en un nuevo proyecto de ley para reanudar las ejecuciones que, en su opinión, reduciría la tasa de asesinatos.
Estos últimos acontecimientos son preocupantes y plantean varias cuestiones espinosas: ¿Estamos presenciando un efecto dominó de final de año sobre la pena de muerte conforme al cual el hecho de que en un país se lleve a cabo una ejecución supone el visto bueno para que otros sigan su ejemplo? ¿O tal vez es que la pena de muerte es un medio por el que las autoridades alardean de su fortaleza ante la ciudadanía, a su vez perpleja ante la incapacidad de sus mandatarios de combatir el crimen y restablecer el orden público en el país? ¿Juegan los gobiernos a la política con la vida de las personas?
Los gobiernos de todo el mundo tienen que ser conscientes del motivo por el que la pena de muerte sólo se mantiene en una reducida minoría de países. No hay ninguna prueba de que tenga un efecto disuasorio especial frente al delito. Se trata, fundamentalmente, de una violación del derecho a la vida. Nos embrutece a todos y deberíamos trabajar conjuntamente para concebir y desarrollar sociedades más seguras en las que se respeten los derechos de las personas.
Afortunadamente, no todo son malas noticias. Además de la votación en la Asamblea General de la ONU, hay otros muchos aspectos positivos que resaltar, incluso, también, en las últimas semanas. El Parlamento de Madagascar adoptó el 13 de diciembre una ley por la que queda abolida la pena de muerte y que el presidente firmará pronto, sancionando así su entrada en vigor. Asimismo, en Tailandia, un alto funcionario anunció esta semana que el gobierno está pensando seriamente en poner fin a la pena capital. En última instancia, el panorama general no puede ser más esperanzador: el año pasado sólo 22 de los 198 países del mundo llevaron a cabo ejecuciones, y 140 Estados en total habían abolido la pena de muerte en su legislación o en la práctica.
Así se alimenta la esperanza de quienes trabajamos para acabar con los homicidios sancionados por el Estado. Esperamos que el año que viene por estas fechas dispongamos de noticias más positivas sobre las que reflexionar.