México en la encrucijada: las palabras no bastan para evitar la ausencia de ley.

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Cuando el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, tomó posesión de su cargo hace dos años, sabía perfectamente que la labor no iba a ser fácil.
En 2012, México estaba ya sumido en una de las peores crisis de seguridad de su historia. En todo el país, centenares de miles de hombres, mujeres, niños y niñas se hallaban atrapados en medio de una guerra brutal entre poderosos cárteles de la droga y fuerzas de seguridad corruptas.
Apenas parece haber cambiado nada desde entonces.

Debido al alarmante índice de criminalidad de muchas partes del país y a las consecuencias de la militarización de muchos Estados, llevada a cabo para combatir el crimen organizado y los cárteles de la droga, la situación de inseguridad y la violencia generalizada se han agravado. El respeto de los derechos humanos y el Estado de derecho están seriamente amenazados.

Todos los días se añaden nuevos nombres a la trágica lista de más de 100.000 personas que han sido víctimas de homicidio en México desde que comenzó la “guerra contra las drogas” en 2006. Hay al menos 22.000 en paradero desconocido, y son miles las que se han visto obligadas a abandonar sus hogares como consecuencia del aumento de la violencia en sus localidades.

Continúan denunciándose violaciones de derechos humanos cometidas por la policía y las fuerzas de seguridad, incluidas detenciones arbitrarias, tortura y desapariciones forzadas, y cualquiera que sea el delito, la impunidad sigue siendo la norma. Las instituciones estatales y federales no cumplen con sus obligaciones para con los derechos humanos, con lo que se propaga la idea de que estos abusos están en realidad permitidos.

La crisis de derechos humanos y seguridad de México dura ya tanto, que ahora muchos de los homicidios ni siquiera llegan a los titulares de los periódicos nacionales, y mucho menos a la prensa internacional.

La desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, localidad del estado meridional de Guerrero, ha modificado la percepción distorsionada que se tenía de las cosas con respecto a México. Las manifestaciones multitudinarias que han tenido lugar en todo el país desde entonces han puesto la realidad de México en el candelero.

Aparentemente en respuesta a ello, el presidente Peña Nieto anunció la reorganización de los cuerpos locales de policía, la elaboración de nueva legislación para abordar el problema, la creación de una línea de asistencia de ámbito nacional y el despliegue de mayores contingentes aún de fuerzas armadas en las zonas de conflicto.

Es positivo que se estén tomando medidas, pero ya hemos oído muchas veces los mismos compromisos sin que se hayan visto apenas resultados.
En México se ha reestructurado la policía numerosas veces, se han promulgado leyes nuevas y han llegado se han ido muchos políticos, pero la gente del campo continúa viviendo como si estuviera en una zona de guerra.

El problema no es lo que el presidente Peña Nieto ha dicho, sino lo que no ha reconocido.

Ha optado por no hablar de la necesidad de justicia ni de las incómodas cifras de México en cuanto a la falta de investigaciones sobre las desapariciones o los elevados índices de tortura y malos tratos infligidos por las fuerzas de seguridad. No ha dicho nada del paradero de los 43 estudiantes desaparecidos ni del procesamiento de los responsables.

El presidente cree que la causa básica de la crisis nacional de seguridad está en los niveles inferiores de la jerarquía policial. Pero es al contrario. Desde haya ya muchos años, las prácticas corruptas tienen su origen en los niveles superiores del Estado y van permeando los inferiores hasta pudrir el sistema entero.

Al proponer sustituir la policía municipal con policía estatal y desplegar agentes federales en los estados “problemáticos”, como Guerrero y Michoacán, para combatir el “crimen organizado”, el presidente no hace más que seguir la misma pauta que la administración anterior. Es más que evidente ya que esa estrategia ha sido un catastrófico fracaso.

Las soluciones propuestas no son sino cambios superficiales.

El principal ingrediente del cóctel letal causante del estado de ausencia de ley en que está sumido cada vez más México es la impunidad. Los otros son la violencia incontrolada y la arraigada corrupción.

Hacer caso omiso de la necesidad de llevar a los responsables de los abusos ante la justicia y crear en su lugar una línea de asistencia es una ingenuidad, con la que el presidente Peña Nieto se asemeja a alguien que intentara curar una pierna rota con tiritas. Y hace ya mucho que la pierna está rota.

La única forma de que México supere su oscuro presente es que las autoridades lleven a cabo cambios estructurales, que permitan dar prioridad a los derechos humanos en la agenda política.

Si el gobierno ha contraído en verdad el compromiso de cambiar la cultura de abusos e impunidad imperante, debe demostrar que está dispuesto a darle prioridad absoluta. Sobre todo, el presidente Peña Nieto tiene que reconocer la magnitud de la crisis. Cuando se está cuestionando su propia ética política, el punto principal de la agenda con que pretende modernizar y transformar el país ha de ser la lucha contra la impunidad.

Tiene que garantizar que toda persona implicada directa o indirectamente en abusos contra los derechos humanos responde ante la justicia y que las víctimas tienen acceso a la verdad y a una reparación.

Las autoridades tienen el poder de hacer estos cambios, pero hace falta la voluntad política de hacerlos. Los grandes discursos no bastan.
La cuestión es: ¿cuántas personas más perderán la vida hasta que se tomen medidas concretas?

Para más información:
Sobrevivir a la plaga de la tortura en México (artículo, 26 de noviembre de 2014).

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