Es hora de poner fin al mito de que la pena de muerte reduce la delincuencia

Entre 1986 y 1991 pasé 1.715 días condenado a muerte en la prisión de Richmond Hill, en Granada. Yo estaba entre las 14 personas –todas ex cargos públicos o ex miembros del ejército– que habían sido declaradas culpables de asesinato y condenadas a morir en la horca. Nuestro juicio había sido una farsa; Amnistía Internacional lo calificó de “manifiesta y esencialmente injusto”.

Los casi cinco años que estuve condenado a muerte fueron terribles y angustiosos, tanto física como psicológicamente. Pero la peor tortura fueron los últimos 31 días, tras la confirmación de mi sentencia condenatoria por un tribunal el 12 de julio de 1991. En 72 horas, las autoridades penitenciarias empezaron a preparar el cadalso, que no estaba lejos de nuestras celdas. Imaginen estar en una celda esperando a que te ahorquen, y poder oír el constante resonar del hierro mientras los obreros preparan febrilmente el cadalso en el que te van a matar.

Los últimos días nos llegaron noticias de que iban a preparar para la horca a los cinco primeros. Uno de los cinco vino a mi celda para compartir unas palabras de despedida. Recuerdo perfectamente que le dije: “No te rindas, ni siquiera en este último momento”.

Gracias a una enérgica campaña internacional, nuestras condenas de muerte fueron conmutadas por penas de prisión perpetua a última hora. Pero en 2009, después de haber pasado 26 años entre rejas, al fin salí en libertad. Desde ese día intento dedicar mi vida a hacer campaña en favor del fin de la pena de muerte, tanto en Granada, como en el Caribe y el resto del mundo.

La razón principal para oponerme a la pena de muerte es el simple hecho de que al aplicarla se puede quitar la vida a un inocente, como de hecho ocurre. No todo el mundo ha sido tan “afortunado” como yo.

Tanto Granada como nuestros vecinos del Caribe de habla inglesa siguen apoyando la pena de muerte. Aunque son excepcionales las ejecuciones –la última se llevó a cabo en San Cristóbal y Nieves en diciembre de 2008–, la pena capital no se ha abolido en la legislación de toda la región, lo que significa que las ejecuciones siguen siendo una amenaza constante.

Eso nos convierte en minoría, y va en contra de la inequívoca tendencia de los Estados a alejarse de la pena de muerte observada en todo el mundo en las últimas décadas. En 1945, cuando se creó la ONU, sólo ocho países habían abolido la pena de muerte para todos los delitos; en la actualidad, 140 naciones son abolicionistas en la ley o en la práctica. El año pasado, sólo 21 países llevaron a cabo ejecuciones en todo el mundo.

Cada vez hay más personas en el mundo que han llegado a la conclusión de que la pena de muerte da lugar a la pérdida de vidas inocentes, no disuade de cometer crímenes y constituye una violación de un derecho humano fundamental: el derecho a la vida.

En el Caribe, nuestros dirigentes suelen argumentar que la amenaza de la ejecución es eficaz para prevenir el crimen porque la gente teme la muerte más que ninguna otra cosa. Es tentador pensar que la pena capital es una solución rápida para mejorar la seguridad pública. Este argumento tiene gran resonancia en nuestra región, donde muchos países se enfrentan a los mismos problemas: violencia y delincuencia generalizadas –a menudo asociadas a bandas– y unos índices de homicidios escandalosamente elevados.

Pero este argumento no resiste un análisis riguroso: no hay pruebas convincentes que demuestren que tiene un efecto disuasorio especial frente al delito.

El informe más reciente y completo de la ONU sobre la relación entre la pena de muerte y los índices de homicidios no encuentra pruebas que sustenten la “hipótesis del efecto disuasorio”, y un reciente estudio realizado en Trinidad y Tobago no ha encontrado relación ente la aplicación de la pena de muerte y los índices de asesinatos. En el Gran Caribe, 6 de los 10 países con los mayores índices de asesinatos mantienen la pena de muerte.

En lugar de aferrarse a un planteamiento probado y fracasado de “mano dura contra la delincuencia”, que se basa excesivamente en el cumplimiento de la ley y el castigo judicial, los gobiernos caribeños necesitan políticas más integrales que aborden las causas originarias de la delincuencia violenta. Eso debe incluir, entre otras cosas, abordar la corrupción policial, reducir la pobreza y la desigualdad y empoderar a las comunidades en situación de riesgo, pero desde luego no el asesinato sancionado por el Estado a través de la pena de muerte. A mí me gusta utilizar un eslogan sencillo pero impactante: “Acabar con los crímenes, no con las vidas”

Afortunadamente, en mi campaña contra las ejecuciones no estoy solo en la región ni mucho menos. Me siento orgulloso de formar parte de Gran Caribe por la Vida, una red de organizaciones y activistas contra la pena de muerte de más de 12 países. A primeros de octubre ayudamos a organizar una conferencia sobre la pena de muerte en Trinidad y Tobago, justo antes de celebrar el Día Mundial contra la Pena de Muerte el 10 de octubre, que este año activistas de todo el mundo dedican a poner de relieve nuestra situación en el Caribe.

Si no puedes unirte a nosotros en Trinidad y Tobago, espero que al menos este mensaje te haya llegado y que te unas a la red Gran Caribe por la Vida y nos ayudes a difundir nuestros llamamientos en favor de la abolición absoluta de la pena de muerte en Granada y el resto del mundo. Como dijo recientemente el doctor Arif Bulkan, fiscal de Guyana: “A los gobiernos les agrada la pena de muerte, les gusta recurrir a ella porque parece que están haciendo algo ahorcando a esas personas, pero en realidad no consiguen nada”.

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