Aprovechar el poder de la empatía de la gente para dar un hogar a las personas refugiadas

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Hace dos años, todo el horror de la crisis humanitaria desencadenada en las costas europeas se concentró en la imagen de un niño de corta edad con camiseta roja, tumbado boca abajo en una playa del Mediterráneo. Alan Kurdi, procedente de la localidad siria de Kobani, tenía sólo tres años cuando se ahogó, junto con su madre y su hermano mayor, durante la peligrosa travesía entre Turquía y Grecia. Aunque la crisis no era una novedad, por un momento pareció que el clamor de indignación internacional sacudiría a los dirigentes mundiales lo suficiente para impulsarlos a actuar.

Sin embargo, las expresiones oficiales de estupor y solidaridad fueron tristemente breves. Unos meses después de la muerte de Alan Kurdi, muchos gobiernos siguieron adelante con políticas expresamente destinadas a mantener fuera del territorio a los refugiados procedentes de Siria y otros lugares. La Unión Europea elaboró un acuerdo vergonzoso por el que personas que ya habían arriesgado la vida serían devueltas directamente a Turquía. Australia continuó recluyendo a personas refugiadas en centros de detención fuera de su territorio, en condiciones que la ONU calificó de “inhumanas”. El reparto equitativo de la responsabilidad sobre los refugiados entre los Estados más ricos del mundo, del que tanto se habló y que teóricamente se reafirmó en una cumbre celebrada en Nueva York el pasado septiembre, en la práctica sigue siendo inexistente. Mientras, las muertes siguen sucediéndose: más de 2.000 personas perdieron la vida sólo en el primer semestre de este año.

Pero no tiene por qué ser así. Según la última encuesta de impulsores mundiales (Global Shapers Survey) del Foro Económico Mundial, la gran mayoría (73%) de las personas de edades comprendidas entre 18 y 35 años afirma que daría la bienvenida a los refugiados en sus países, y más de una cuarta parte (27%) los acogería en su propia casa. Son datos muy parecidos a los de un estudio realizado por Amnistía Internacional el año pasado, según el cual 4 de cada 5 personas en todo el mundo daría la bienvenida a los refugiados en sus países.

Sería una tragedia que se desperdiciara este potente impulso empático de la gente. El desafío está en buscar la manera de aprovecharlo y de transformar estas actitudes positivas en acciones que salven vidas.

Hubo un país en el que la tragedia de Alan Kurdi tuvo efectos duraderos: Canadá, donde millones de personas vieron en su muerte la representación del fracaso político. La tragedia les afectó especialmente, ya que resultó que una tía de Alan Kurdi ya vivía en Canadá y que una solicitud de reasentamiento presentada por la familia Kurdi había sido rechazada. Cuando la noticia de la muerte de Alan Kurdi inundó los medios de comunicación, los términos más buscados en el motor de búsqueda de Google fueron: «cómo patrocinar a un sirio”. La ciudadanía corriente de Canadá estaba reclamando una respuesta a la crisis, y miles demostraron que estaban dispuestos a asumir parte de la responsabilidad. La victoria electoral de Justin Trudeau en octubre de 2015 se debió en parte a la promesa electoral que había formulado de incrementar espectacularmente el número de llegadas de personas refugiadas sirias e iraquíes a Canadá. De noviembre de 2015 a finales de enero de 2017, más de 14.000 personas sirias fueron reasentadas en Canadá a través de programas de patrocinio privado.

Canadá es el único país que tiene en vigor desde hace 40 años un sistema que permite a los ciudadanos organizarse y recaudar dinero para traer refugiados a su país y ayudarlos a convertirse en “recién llegados” a Canadá, con una vía para conseguir la nacionalidad. El sistema se estableció en la década de 1970 para permitir la llegada de decenas de miles de refugiados vietnamitas, y desde entonces han llegado al país cientos de miles de personas refugiadas a través del patrocinio comunitario. El sistema funciona paralelamente a un programa continuado de reasentamiento organizado por el gobierno, que ayuda a los refugiados en situación de mayor vulnerabilidad a buscar un hogar. Como dijo Joe Mihevc, concejal de Toronto: “Aquí es donde entra en juego el liderazgo: se trata de incluir, no de excluir”.

El patrocinio exige compromiso. Los patrocinadores son responsables de recaudar la suma inicial necesaria para traer a las personas refugiadas al país y prestarles apoyo el primer año, y también de buscarles alojamiento, escuela y centro médico y de ayudarles con las solicitudes de empleo y la formación. Merece la pena, no sólo para los recién llegados, sino también para quienes los acogen. Las personas refugiadas ganan la oportunidad de rehacer sus vidas en condiciones de paz y seguridad. Quienes las acogen se enriquecen personalmente, y se construyen amistades duraderas.

”Recibes mucho más de lo que das”, asegura una persona que patrocina a una familia siria en Toronto. Otra describe el programa como “una de las mayores alegrías de mi vida”.

Canadá se ha ganado la reputación de “amigable con los inmigrantes”. Pero no tiene por qué ser el único. Ya hay otros gobiernos, desde Irlanda hasta Nueva Zelanda, que están estudiando la posibilidad de adoptar programas de patrocinio comunitario de refugiados, permitiendo actuar a la ciudadanía por primera vez. En 2016, Reino Unido aprobó legislación para posibilitar el patrocinio comunitario, y el arzobispo de Canterbury fue uno de los primeros en suscribirse como patrocinador.

El Vaticano ha publicado recientemente un plan de 20 puntos para personas refugiadas, aprobado por el papa Francisco, que anima a otros países a aprobar legislación sobre patrocinio comunitario, y algunos ya han empezado a avanzar por esa senda. No hay razón para no hacerlo. Gracias a estas iniciativas impulsadas por personas, ciudadanos corrientes pueden tomar la iniciativa, demostrando la humanidad que tanto se ha echado de menos en las respuestas de los líderes mundiales.

En lugar de obstaculizar la reacción humana que ha tenido la población en muchos de sus países, los gobiernos deben apoyar a la gente en sus iniciativas para abrir las puertas de sus comunidades a las personas refugiadas. Todos los días hay tragedias en ciernes como la de Alan Kurdi, y padres y madres siguen viéndose en la obligación de poner a sus hijos en peligro para sacarlos de las zonas de guerra. Hace ya tiempo que deberían haber cambiado los planteamientos, y otros países pueden y deben seguir el camino marcado por Canadá.

De Charlotte Phillips, directora de Amnistía Internacional para los derechos de las personas migrantes y refugiadas

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